La perfección sí existe, repetía para argumentar que no había gradaciones ni terminaciones medias. ¿Estaba reforzando reflexiones nocivas? Sí.
—Michael, irás al colegio, te guste o no —bramó consternada Neridah mientras tocaba la puerta. La pobre mujer no dormía por estar al pendiente de él.
—Hoy no me da la puta malparida gana —gruñó evaluando la opción de ahogarse con el agua de la tina a topetarse con quienes le desagradaban.
Él se reputaba como un asocial o un marginal más. No se inmiscuía en contrariedades; sin escalas, solo polaridad, se mostraba ajeno o era un despiadado; un absolutista.
—Claflin, ¿prestará atención o seguirá jugando con ese teléfono? —preguntó la Srta. Sparks, maestra de biología, que lo oteaba hastiada a través de sus estrafalarias gafas.
—Jugar. —Ni se dignó a levantar la vista para responder.
—Puede ir a «jugar» a detención —señaló triunfante el umbral.
Michael no reprochó, cogió sus materiales del pupitre y salió sin atisbar a la audiencia.
Patéticos.
Procrastinando, vagó por los pasillos, fumó en el baño, capturó fotografías de los grafitis que calificó de sugestivos y, después de treinta minutos, se encaminó a la «penitenciaria».
—Ese es mi lugar —aseveró escrutando a una chica peculiar para él; vestido floreado hasta las rodillas, maquillaje suave, ondas rubias propendiendo a plateadas y dos luceros azules; Alexia.
—¿Tu nombre está inscrito en él? —contraatacó enmarcando una mueca de desdén. Ella, generalmente, solía ser muy simpática, pero no todos los días podía ser así.
—Como quieras —chistó asentándose en un espacio libre al otro extremo. Destapó su libreta y bosquejó un paisaje árido o, bastante probable, garabatos para estimular la memoria; un artista de los fenómenos sensoriales.
En contraposición, Alexia no presumía talentos artísticos, apenas era una defensora de los derechos civiles. No importaba quién fuese, no importaba qué hubiese hecho, ella estaría peleando por ese alguien, porque lo de intrusa no se le quitaba ni con hipnosis.
—Alexia Peacocke… —irrumpió la directora. Sí, la máxima autoridad se encargaba de los detenidos por el reducido presupuesto consignado a la escuela pública.
Michael inconscientemente alzó la cabeza al escuchar el apellido. La inmediata asociación fue con Lucas, sin insinuar otros rastros; cabellera y el cerúleo color que abarcaba profundidades y alturas en su inclemencia.
—La misma —afirmó orgullosa.
—¿Ahora por qué está aquí? —profirió con evidente simulado desconcierto.
—Por pedir en la clase de cívica igualdad y que no haya preferencias para las que son unas zorras —escupió injuriada.
La Sra. Snipes no insistió en el tópico, fuentes fidedignas le habían corroborado sobre la corrupción por parte de ciertos profesores, mas no tenía pruebas válidas para prescindir de sus servicios y tampoco convenía otro escándalo.
—Aprende a vivir con ello. —Michael viró los ojos por la charla improcedente.
—No es sorpresa verlo aquí —rabió la dama canosa.
—¡También las prefieres zorras! —exclamó Alexia cruzándose de brazos.
—Ellas son más prácticas. Saben que para tener lo que quieren solo deben dar lo único para lo que son buenas: follar como animales —disertó sin vergüenza alguna.
—¡Claflin!
—Eres un cerdo. —Le sonrió con hipocresía y zanjó recusarlo.
—Igualmente.
El castigo consistió en consejos por parte de la pedagoga. Alexia y Snipes parloteaban como cotorras; Michael invocaba a que las abdujera un ente estratosférico.
—Joven Claflin, ayudará en el proyecto de concientización ambiental a Peacocke.
—¡¿Qué?! —unisonaron.
—Ya oyeron —reafirmó.
—No necesito ayuda de arrogantes.
—No pienso ayudar a puritanas.
—Se retractan o les alargo la sanción —decretó.
¿Era sensato lo que acababa de armar? ¿Combinar mezclas incompatibles por alquimia? ¡Esto no resultaría! O ¿acaso ella vislumbraba lo que neófitos no? Su hipótesis se formuló experimental al dejarlos calándose con ápices de recelo. Michael optó por el mutismo selectivo; Alexia sobrevivía a una mala mañana que absurdamente no mejoraba.
—Si remaremos juntos, recomencemos, ¿no? —Alexia no soportó la ausencia de rimbombancia y cedió con mansedumbre.
—Supongo. —Rascó su nuca entre apenado y atontado. Lo atrapó desprevenido.
—Alexia Peacocke, 15. ―Aproximó un saludo formal.
—Michael Claflin, 17. ―Concedió.
Y, al estrechar sus manos, algo peligroso circuló vertiginoso en sus sistemas; una electricidad atípica.
Las cargas eléctricas negativas con las positivas, ¿se atraían? Sí. Entonces, los individuos negativos con los positivos, ¿estaban predestinados? Tal vez.