Dicotómico

V. Miente

Para qué ser cortés en una sociedad de ingratos.

A Michael sus demonios lo atosigaron hasta convertirse en otra versión de él.

¿Por qué el turno para ser venturosos es tan relativamente breve y el para desahogarse ilimitado?

A Alexia plantar flores en mausoleos abandonados del camposanto la vivificaba.

—Te he dicho centenares de veces que no salgas a estas horas. —Su tía la reñía como a una niña malcriada.

—¡Fui un rato! —se absolvió frustrada.

—Ale… —Le revolvió las greñas―. Supera, aprende y continúa.

—Naces, creces y mueres —espetó subiendo cabizbaja a su recámara.

El ciclón de sus crónicas no se domaba y arrasaba con las vicisitudes de quienes se fueron, mas ella no lo exteriorizaba y durante sus fugas se consolaba, reiniciándose implacable para servir a los demás. Sus desánimos eran solamente suyos.

—Michael, ve al baile. —Su madre lo constreñía como si no lo conociera.

—¡Que no!  —gimoteó indignado.

—Hijo, no te asfixies, haz amigos. —Ella estaba sufriendo por su protagónico en la biografía de él: única amiga.

Michael azotó la puerta y se despeñó sobre las sábanas añiles a deliberar qué hacer. Quizá no debió rechazar a Alexia, quizá ella era la anomalía que no excluiría.

—¿Por qué Michael, alias el dark, te acompañó? —Brenda tanteaba sonsacar.

—Para disculparse. —Alexia deseaba impelerla y aprovechar de escabullirse, porque incluso le saturó sus hipotéticas bolas.

—¿Por «rarito»?

—No es «rarito», es... misterioso. —Lo resguardó.

—¿Eso lo hace encantador? —Le dio con su puño en el hombro.

—Yo no... Yo… —Crispó el ceño con un ligero rubor en las mejillas—. Jamás diría eso. Oh, y te ruego que no me espíes, como vecina eres inoportuna y quisquillosa.

—Soy una chismosa.

Mientras transitaban a sus respectivas casillas, cada cual por su lado, las miradas sobre Alexia eran indisimuladas, e impasible a los mentecatos, divisó una nota en el purpúreo metal:

«Canchas, 3:00 p. m. ¡Sé puntual!».

Ofuscada, la embolsó y se apegó al cronograma.

­Michael en lo profuso se sentía entre un aventurero y un total idiota por dejar aquel trozo de papel insignificante en el locker de aquella problemática. Lo que no necesitaba, era eso, pro-ble-mas. Y, oculto detrás de las graderías, con el minutero pisoteándole, cómo se lo enunciaría: «Mi mamá anhela que vaya a ese mediático baile, ¿irías conmigo para hacerla dichosa?».

—Él, que sea él.

Alexia apelaba a sus soliviantas de que fuera Giordano, el exótico italiano y su compañero de español. Ella ya había superado a Michael; era pragmática para algunas cosas. Chequeó su reloj, 3:11 y su «citador» no apareció. Dispuesta a retirarse, caminó hacia los vestidores, pero unos dedos chatos asieron su brazo y giró para exigir que la liberara.

—¿Tú?

—¿Yo? —parodió.

—¿Qué te apetece, Claflin? ¿Mofarte de que luzco más fea de lo habitual? —Él la había llamado así su primer día de clases después de la expulsión.

—Yo... Nosotros… Quería...

—Que no entorpezca tu «itinerario diario», lo sé. —Lo ojeó y Michael asintió. Sabía que era un pésimo plan.

—Eso, sí, eso —encubrió. En su talente había un aura mustio, ella lo develó, mas su cólera era por mucho más que su solidaridad.

—Adiós.

Cómo podía él ser tan canalla.

¡¿Cómo?!

Michael se enojó consigo mismo. ¿Por qué engañarla? ¿Por qué engañarse? Ni él lo entendía.

Cada uno en su cueva personal. Ella barajando cartas en la computadora; Michael con música en los oídos. Los dos eran conscientes de qué educían.

Alexia tomó las llaves y, frente al pórtico, se asustó y asombró.

Michael estaba allí.

Ella pronunciaría un desvariado discurso, pero él la asaltó, y por bastante.

—Irás al baile conmigo.

No fue una proposición, fue un mandato.




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