Dicotómico

VII. Extraños

Si los celajes eran multicolores, ¿por qué no compararlo con los matices que relegaba?

Porque no hay matices, se respondió.

Michael repasaba una mancha de gotera en el techo. Interesante, no; aburrido, tampoco. Estaba ahí, haciendo nada y a la vez todo.

Razonar.

Antes de que lloviera en ese rincón del globo, Alexia regresó a casa escoltada de una sonrisa bobalicona.

—¿Por qué tan risueña, princesa? —Jacqueline, su madre, horneaba una tarta de moras para celebrar la pensión obtenida para su cliente y sus honorarios; aquí la vocación para la abogacía.

—Ay, mamá, por fin, por fin.

A zancadas desfiló a su habitación para procesar aquel beso. No era el primero, sin embargo, ¡era de portada! Dereck había sido su platónico, en el concepto alejado al de Platón, ya hacía unos meses, solo que ambos eran un tanto gallinas para dar el siguiente paso y lo encuadraron de «irrealizable».

Un par de escalones después, tumbó su bolso y, sin percatarse de algo o alguien, se adentró en su baño.

El agua escurría sobre su escueta forma mientras rimaba frases arrítmicas, eso hasta que liada en una toalla melón, y aplicando crema hidratante de vainilla en sus brazos, anduvo distraída hacia el tocador.

—¿Por qué te fuiste de la cafetería? —Michael impresionó a la chica frente al espejo.

—¡Qué mierda! —Resbaló el cepillo con el cual desenredaba su melena para afianzar el asga de lo que la revestía.

Ante aquella presencia y la falta de ropa abrigadora, el frío abordó su epidermis erizándole los vellos.

—¿Por qué te fuiste de...?

—¡Ya escuché, maldita sea! ¿Cómo diantres entraste? —Se arrinconó en el filo del cuarto pintado en una tonalidad remolacha. Lucía sofocada y amenazadora a la vez.

—¿Por qué te fuiste de la cafetería? —Michael, sin inmutarse con lo que se sostenía delante de él, pugnó.

—No puedes meterte así sin más en las viviendas, mucho menos en los dormitorios. ¡Es allanamiento a propiedad privada! Puedo denunciarte por eso y por acoso —reviró vehementemente.

¡Quién en su sano juicio entra en la recámara de una menor de edad sin consentimiento de ella, y peor aún, el de sus padres!

—Beberás esto —mandó omitiendo el no ser bien recibido.

—Si mi madre te ve, Claflin, me mata, te mata. Vete o llamo a la policía. —Su ceño acanalado avivó gracia en Michael. La fisionomía de Alexia era chistosa: ojos redondos y nariz de botón.

—Toma… —Le acercó aquel envase biodegradable sin discutir que si fuera de un material antiecológico se lo vertería encima—. Y explícame.

Alexia transpiraba a pesar de la relajante ducha. Él era demasiado complicado para ella, ella era demasiado calamitosa para él.

—¿Sin psicóticos o alucinógenos? —consultó serenándose.

—¿Me crees capaz de doparte? —resopló, según él, mosqueado.

—Sí —revalidó con convicción irrebatible.

—¡Es el chocolate que te debía! —rezongó exagerando.

—No me debes ni el saludo. Yo me fui porque estoy harta de que seas un cabrón conmigo cuando yo… ¿Por qué eres así?

—Siéntate —descompaginó dando palmaditas en el colchón. Alexia obedeció resignada.

—¿Qué pretendes? —Su infortunio era eminente.

—Darte el chocolate —rebobinó y ella no pudo evitar rodar los ojos.

—¿Por eso invadiste mi privacidad? Eso es de forasteros, eh. —Michael consiguió una risilla cursi.

—Ya no irás conmigo al baile —desencajó para no atolondrarse con lo guapa que ella era cuando reía. A Alexia eso la despabiló, tanto que se atragantó con su saliva.

—¿Eso? —osciló. Previamente la obligó, ¿ahora la desobligaba?

—Es para románticos incautos.

Michael sabía que no era eso, sabía que empezaba a emocionarse, sabía que ella lo emocionaba. Empero, verla probándose con otro le recordó que no se avenían, que jamás lo harían. Porque la teoría no era como la práctica; si no eran compatibles, si no había exiguos rasgos comunes, no funcionaba ni ayer ni mañana ni pasado mañana.

—Ahí tienes el porqué. —Posó el vaso reciclable en la repisa con libros que releía cada entretanto—. Eres descortés, malvado, casi sádico. Ah, y te diré algo que no me hubiera gustado decirle a nadie, eres un amargado.

La novísima oración se clavó en el pecho de Michael. Él profesaba no ser el más noble y compasivo, pero ¿amargado?

—Te advertí de la inexistencia de vestigios bondadosos en mí. —Rio, aunque intrínsecamente le quemara esa procacidad.

—Podría ayudarte a ser feliz. —El celeste escarbaba en lo que Michael aún conservaba...

Lucas.

—¿Piensas que no soy feliz?

—Si lo fueras, tratarías mejor a los que te quieren, y sé que no lo haces. —Acarreó un mechón de cabello detrás de su oreja sin remover sus fieras pupilas de él.




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