El campo era un mar de dientes de león que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Las suaves flores amarillas se mecían con la brisa, tiñendo el paisaje con una belleza delicada. Dos niños jugaban entre ellas: un niño de ocho años y una niña de diez. Sus risas flotaban en el aire mientras corrían, ajenos a todo lo demás.
El pequeño pecho del niño subía y bajaba por la emoción mientras se agachaba para arrancar un diente de león. Lo sostuvo con cuidado, sintiendo el tallo frágil entre sus dedos. Corrió hacia la niña y se lo tendió, entreabriendo los labios como si fuera a decirle algo. Pero antes de que pudiera hablar, apareció otro chico. Era más grande, más alto. El rostro de la niña se iluminó al verlo y, desbordante de alegría, corrió a su encuentro, dándole la espalda al más pequeño.
El niño se quedó helado, con el diente de león lánguido en su mano. Por un instante, sintió un dolor en el corazón que aún no sabía nombrar. Luego, miró la flor y sonrió con dulzura. La alzó hacia la niña y sopló con suavidad, dejando que las semillas flotaran en el aire. Estas giraron y bailaron con el viento, volando hacia ella como si llevaran un mensaje que él no se atrevía a decir en voz alta.
Esto no es solo un diente de león, pensó. Es mi amor, viajando hacia ti en las alas de sus semillas.
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—¿Ahora qué pasa? Tengo muchísimo trabajo que hacer en casa. —El tono de la chica era cortante, pero no sonaba realmente enfadada. El cansancio arrastraba sus palabras; los últimos días le habían robado la paciencia.
—Quiero enseñarte algo —dijo el chico, con la voz rebosante de entusiasmo. Una sonrisa juvenil se dibujó en su rostro y sus ojos brillaron con anticipación.
Ella suspiró, apenas mirándolo. —¿No podías habérmelo enseñado en casa? Sabes que tengo cosas pendientes.
—Esto no —respondió él, con total confianza. Antes de que ella pudiera protestar, se colocó detrás y le cubrió los ojos con las manos.
Ella se puso rígida. —¿Qué haces? —soltó, irritada.
—Solo confía en mí —susurró él con voz suave, casi suplicante. Sus manos rozaban sus sienes con cuidado, sin presionar—. Unos pasos más.
Ella volvió a suspirar, esta vez más fuerte, mostrando su reticencia en cada movimiento mientras él la guiaba. Sintió la hierba fresca bajo sus pies y la brisa nocturna en sus brazos, pero su mente seguía atrapada en las tareas que la esperaban. Cuando él finalmente retiró las manos, ella abrió la boca, lista para soltar su habitual lista de quejas.
Las palabras nunca salieron.
Ante ella se desplegaba una visión tan impresionante que le robó el aliento. La noche cobraba vida. Miles de luciérnagas parpadeaban como estrellas caídas entre el mar de dientes de león amarillos. Las flores brillaban tenuemente bajo la pálida luz de la luna, inclinándose al unísono con la brisa. El aire vibraba con una electricidad suave, como si todo el campo hubiera soltado un suspiro mágico.
Pestañeó, con un nudo en la garganta. Se quedó inmóvil mientras su frustración se disolvía como la niebla bajo el sol. Aquella belleza la envolvía por completo.
El viento le agitó el cabello, trayendo el aroma a hierba y tierra. Unos mechones rebeldes le cayeron sobre la cara. Él se acercó, rozando su mano, y le apartó el cabello detrás de la oreja con una ternura que la pilló desprevenida. Ella se giró, sorprendida, y se encontró con su mirada. La expresión de él era vulnerable: una mezcla de orgullo silencioso y esperanza, como si hubiera conjurado ese momento solo para ella.
—Te dije que valdría la pena —murmuró él con voz baja y cálida.
Ella volvió a mirar el campo, con los labios entreabiertos y las palabras trabadas en la garganta. Los dientes de león se mecían y sus coronas pálidas casi se confundían con el brillo de las luciérnagas. Todo se sentía vivo y, al mismo tiempo, extrañamente quieto, como si el tiempo se hubiera detenido solo para ellos.
Por primera vez en días, el peso que la oprimía desapareció. La irritación se suavizó, reemplazada por algo nuevo. Un calor que nació en su pecho y se extendió por todo su cuerpo, como una chispa convirtiéndose en llama.
El silencio entre ambos se prolongó, pero no era un silencio vacío. Se quedaron allí juntos, bañados por la suave luz de las luciérnagas y la luna, mientras el resto del mundo se desvanecía.
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Mithila parpadeó, sobresaltada por el golpe de un recuerdo. Ahora, en su jardín, el aire nocturno se sentía casi igual que aquel entonces...
Se quedó allí, con la mirada fija en un diente de león a sus pies. Sus semillas se dispersaban con la brisa, arrastradas por una corriente invisible. Se agachó y tomó la flor con delicadeza entre sus dedos. Lentamente, casi por instinto, se la llevó a los labios y sopló. Las semillas se alejaron hasta desaparecer en la oscuridad.
Por un momento las siguió con la mirada, perdida en el eco del pasado. Pensó en una versión más joven de sí misma corriendo por los campos, persiguiendo sueños que acabó perdiendo. Y, sin embargo, incluso ahora, esos sueños seguían ahí, flotando en el viento, negándose a morir.
Exhaló, sacudiéndose unas semillas de la falda mientras las veía desvanecerse. Una pequeña sonrisa, casi renuente, asomó a sus labios.
Desde el interior llegó el sonido de la televisión. Las voces de sus hijos, llenas de vida, la trajeron de vuelta a la realidad.
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Reza estaba sentado en el sofá, pegado a la pantalla. El partido de críquet —Bangladesh contra la India— estaba tan reñido que estaba prácticamente al borde del asiento. Fiza se sentó a su lado con una sonrisa de oreja a oreja.
—¡No sabes lo que ha pasado hoy! —dijo, rebosante de emoción.
Reza le hizo un gesto para que se callara sin apartar la vista. —Ahora no. El partido está a punto de acabar. ¡Mira, Bangladesh solo necesita doce carreras para ganar!
Fiza puso los ojos en blanco, pero esperó a los anuncios. En cuanto empezaron, atacó: —Vale, ahora no tienes excusa. Escucha.
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romance dramático y familiar, egundas oportunidades y nostalgia, amores prohibidos y cicatrices
Editado: 25.12.2025