Dime La Verdad

12

SCARLETT

Cuando llego a la escuela, hay un leve murmullo en el aire.

No es raro. Es como si todos compartieran el mismo secreto menos yo. Las voces se sienten más animadas, y hay algo en sus ojos, esa anticipación tonta que siempre me ha hecho sentir fuera de lugar.

Pero luego lo recuerdo, la fiesta de Halloween y todo lo que hay antes de ese día.

Es la gran tradición del instituto. Cada año, los del último semestre organizan una fiesta enorme, de esas que según ellos serán inolvidables. Pero lo que realmente ha comenzado hoy es otra costumbre igual de popular y más peligrosa.

El “Truco Sorpresa”.

Consiste en dejar bromas inofensivas a tus compañeros durante los días previos a la fiesta. Lo llaman “inofensivo” porque la mayoría de veces son cosas tontas como insectos de plástico, llenar las bolsas y mochilas con hojas secas o tal vez, pegar fotos editadas en las paredes del salón.

Pero lo “inofensivo” tiene un margen muy amplio cuando se trata de alguien como yo.

A las nueve y media, cuando salgo de clase de ciencias y me dirijo al casillero, lo encuentro abierto. No por completo, pero sí lo suficiente como para ver que alguien lo ha tocado. Mi estómago se hunde un poco.

Dentro hay algo negro, parece papel arrugado y al mismo tiempo que examino lo que han dejado, varias personas pasan junto a mí, riendo.

Es una caja. Una de esas de plástico, como las que venden llenas de dulces en supermercados durante octubre. Pero no hay dulces, solo una tira de papel doblada. La caja tiene forma de ataúd negra con detalles en relieve. La levanto con manos que no sé si están temblando por frío o por otra cosa. Quizá por ambas.

El papel cruje cuando lo abro. La letra está escrita con bolígrafo rojo y en letras mayúsculas, es solo una palabra.

REESE.

Un escalofrío me recorre el cuello.

Me doy la vuelta de inmediato hay chicos riéndose cerca de los casilleros de la fila de enfrente. Algunos me miran, pero apartan la vista cuando sus ojos se cruzan con los míos. Nadie dice nada.

Nadie tiene que hacerlo.

Siento ese ardor estúpido que empieza en la nariz cuando sabes que vas a llorar y haces todo lo posible por detenerlo. Parpadeo fuerte, una vez. Dos. Siento los latidos en mis oídos. Quiero meter la caja dentro del casillero, cerrarlo y desaparecer. Ser una hoja que se arrastra en el suelo. Una sombra.

Pero mis dedos no me obedecen y las lágrimas comienzan.

Solo una al principio, como una gota que se escurre mal. Luego otra. Respiro profundo. Me obligo a no moverme, no quiero que vuelvan a disfrutar del placer que es hacerme llorar.

Ya lo han hecho, en especial ese primer año sin Reese. Estaba muy vulnerable por todo y ellos solo se encargaron de ser crueles, de todas las maneras posibles.

— ¿Qué es eso? —pregunta alguien cerca.

— ¿Es un ataúd? ¿Le dejaron un ataúd a la muerta?

Risas de nuevo, alguien más dice: —Pobre Reese, alguien más lo merece.

Una risa masculina le sigue, luego otra y otra. No veo quiénes son, no quiero ver.

—Nunca es tarde para seguirlo al más allá —reconozco la voz de Angie, otra de las muchas que no olvidan nada.

Trago saliva y bajo aún más el rostro. Me muevo con un pequeño paso pero me bloquean el paso. Intento de nuevo y se repite, hasta que de pronto dejan de hacerlo.

Lentamente elevo la vista y me encuentro con que Bryan está aquí, observando todo. No dice nada al principio, solo me mira.

Yo tengo la cara mojada por las lágrimas, lo sé y me odio por eso. Por no haberlo evitado. Por no haber sido más fuerte.

Por ser alguien que llora por cosas como esta.

—Ven —dice simplemente, su voz baja, pero firme.

—No —respondo, apenas un susurro.

No lo veo a los ojos. No quiero. Si lo hago, me voy a romper más.

—Scarlett —repite. Ahora su voz es más suave. Como si ya no me estuviera dando una orden, sino una petición.

Las risas siguen detrás pero ya no son tan fuertes. Algunos están atentos a la escena y otros se mueven incomodos. Yo no tengo energía para pensar en ellos.

Bryan me toma con delicadeza del codo y esta vez no me resisto.

Caminamos sin hablar. Atravesamos el pasillo largo del segundo piso, bajamos por las gradas, y salimos por una de las puertas que da al jardín trasero, donde casi nadie va durante las clases. Está medio descuidado, pero tranquilo.

Hay una banca bajo un árbol seco, y el sol, aunque pálido, calienta un poco. Me siento y Bryan se queda de pie.

—No tenías que hacer eso —murmuro.

— ¿Qué cosa?

—Salir conmigo. Defenderme. Hacer esa escena. Apenas nos conocemos.

Él guarda silencio. Luego se sienta a mi lado, con los codos apoyados en las rodillas, mirando al suelo. —Ya sé que no me conoces. Ni tú a mí —dice. Su voz no suena enojada—. Pero eso no significa que tenga que quedarme viendo cómo se burlan de ti.

No respondo. La caja aún está en mis manos, cierro los dedos sobre ella.

—Además —continúa—. Tú me agradas. De verdad.

Eso sí me hace mirarlo. Su expresión es seria, pero no tensa. — ¿Por qué?

— ¿Por qué?

— ¿Por qué te agrado?

Él se encoge de hombros.

—A veces pienso que si tuviera un amigo real, uno de verdad, sería alguien como tú —dice al fin, tan bajo que casi no lo escucho.

Y por un instante, me dan ganas de decirle que yo también me siento así. Que no tengo a nadie. Que todo lo que hago cada día es intentar pasar desapercibida para no romperme más.

Pero algo en mí se cierra. Tal vez el miedo o la costumbre.

—No necesito que me cuiden —le digo.

—Yo tampoco.

Le sonrío. Porque entiendo lo que quiere decir. No estamos aquí para salvarnos. Solo para hacernos compañía mientras todo duele un poco menos.

Nos quedamos en silencio por varios minutos. Bryan se levanta primero. — ¿Volvemos?

Asiento. Antes de irnos meto la caja en mi mochila y retornamos.




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