Dime La Verdad

14

SCARLETT

Solo es otro día más.

No llego ni a la mitad del pasillo cuando un grupo de chicas se forma justo frente a mí, como si fueran una pared.

Reconozco a tres de ellas: Ana, Sofía y Lola. Todas sonríen, pero no de una forma agradable.

—Oye, Scarlett —dice Sofía cruzándose de brazos—. Tenemos una pregunta.

No respondo. Paso a un lado, o al menos lo intento, pero Ana se mueve para bloquearme.

—Es sobre Bryan —agrega Lola, con un tono demasiado dulce para ser sincero.

Me detengo porque sé que no van a dejarme pasar.

— ¿Por qué se la pasa contigo? —Pregunta Ana inclinando la cabeza—. O sea, ¿cuál es el truco para que esté cerca de ti?

La palabra truco me da una sensación extraña, como si hubiera algo que explicar. Y yo no tengo ninguna respuesta.

—No sé de qué hablas.

—Vamos —dice Sofía dando un paso más cerca—. Tiene que haber algo que haces o le dices, digo, eres tú.

—Ni siquiera hablas con nadie y de pronto, ahí está él, siguiéndote como un perrito.

—Tal vez es por lástima —agrega Lola fingiendo pensarlo en serio—. O porque nadie más quiere estar contigo.

No reacciono. Eso parece molestarlas más que cualquier otra cosa.

Ana entrecierra los ojos. — ¿O es que tienes algo con él?

Sus risas me atraviesan como alfileres. Yo quiero decir que no, pero sé que no serviría de nada.

— ¡Vamos! —Lola eleva la voz—. Habla, por favor. Dime el truco, ¿Por qué no se aleja de ti?

Sofía ríe. —Quizás le dio una de esas cosas de brujería.

Ana asiente. —Oh, ¿Entonces sí eres bruja? ¿Quién fue el sacrificio? ¿Reese?

Eso fue más que un golpe bajo. Mi pecho se llena de esa horrible sensación tensa y que empieza a doler. Aprieto los dientes y los puños. No puedo decir nada, no vale la pena.

Hubo un tiempo donde intenté explicarlo, intenté justificarme y defenderme pero nada servía. Nada.

—Mira, si vas a inventar excusas, al menos que sean buenas —dice Sofía.

Y entonces, antes de que pueda moverme, Lola levanta una botella de agua y me la vacía encima.

El líquido helado me empapa el cabello, el suéter, y se cuela por el cuello hasta la espalda. El sonido que hace al caer sobre el suelo es como una lluvia artificial.

Ellas se ríen.

—Perdón, se me cayó —dice Lola.

No me muevo. No quiero darles el gusto de verme sacudirme o correr al baño. Solo las miro, sin decir nada, y eso parece desconcertarlas por un segundo. Pero luego siguen riéndose mientras se alejan y el pasillo vuelve a llenarse de estudiantes que ahora me miran como si fuera parte de un circo.

Camino sin prisa porque tal vez, con cada paso, me vuelva invisible. Cruzo el pasillo para dirigirme a uno de los baños menos visitados porque tiene un espejo pequeño.

Mis pasos suenan más fuertes hasta que llego, me apoyo contra la pared un segundo. Siento la tela húmeda contra mi piel y también, siento los recueros otra vez.

Una cubeta fría.

Afuera.

Respiro hondo, una vez. Dos. Y entonces, las lágrimas empiezan a salir. Intento detenerlo, mordiéndome el labio, apretando los ojos. No quiero llorar.

No quiero.

Pero no puedo.

Pienso en Reese. Él siempre decía que Dios tenía un plan, incluso cuando las cosas parecían imposibles de soportar. Él creía de verdad, y yo… yo ya no sé.

Si hay un plan, ¿por qué se siente así? ¿Por qué parece que cada día que pasa es solo una repetición del anterior, como si no importara cuánto intente seguir adelante?

Reese creía en Dios porque lo salvó de algo pero lo que llegó después no fue mejor, entonces, ¿Para qué lo rescató? ¿Por qué si Dios es amor mira al mundo de los que callan arder y los que insultan triunfar?

Me limpio la cara con la manga, aunque está empapada. No entro al baño porque no hay papel suficiente para secarme, solo tengo que esperar. Siempre tengo que esperar.

No voy a mi siguiente clase.

Subo las escaleras traseras y salgo al pasillo del segundo piso, que está casi vacío porque la mayoría de los salones están llenos. Camino sin rumbo, solo para no quedarme quieta.

El tiempo pasa lento. El silencio es interrumpido a veces por una risa lejana o por el eco de una puerta que se cierra. Me escondo en un rincón cerca de la biblioteca, aunque no entro.

No quiero ver a nadie.

Cuando finalmente suena el timbre para terminar el día, me preparo para salir rápido antes de que los pasillos vuelvan a llenarse. Bajo las escaleras y llego a la puerta principal.

Ahí, en la parte de afuera, veo un grupo de chicos formando un semicírculo. En el centro está Bryan y frente a él otro chico alto con camiseta negra. Bryan aprieta la mandíbula, sus manos están en puños. El otro chico le dice algo que no escucho, pero la mueca en su rostro lo dice todo.

Empiezo a caminar hacia ellos. No sé si es buena idea pero mis pies se mueven sin pensarlo.

Bryan me ve antes de que llegue. Por un segundo, su mirada cambia, se endereza, suelta los puños, y se aparta un paso. El otro chico frunce el ceño, dice algo más pero Bryan ya no responde.

El grupo murmura decepcionado, como si les hubieran cortado una escena importante y poco a poco se dispersa.

Bryan camina hacia mí.

—Vámonos —dice simplemente.

No pregunto por qué estaba a punto de pelearse y él tampoco me pregunta por qué tengo el cabello todavía húmedo y mi suéter se ve en partes más opaco por el agua que no se ha secado.

Solo empezamos a caminar.

La tarde está gris, con un viento suave que huele a tierra. En un momento, siento que algo roza mi mano. Miro hacia abajo y veo que Bryan la ha tomado.

No es un gesto romántico, no hay sonrisas ni miradas prolongadas. Es un agarre firme, como si fuera un recordatorio silencioso de que no estoy sola.

No digo nada.

El estacionamiento está medio lleno, con algunos autos arrancando y otros estudiantes cruzando apurados. Cada paso que damos hace que las suelas de mis zapatos produzcan un “tap”.




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