Dime La Verdad

23

HACE ALGUNOS AÑOS

El bosque parece más grande.

Scarlett avanza un paso por delante, con el cabello recogido a medias, una mochila colgando del hombro y las zapatillas manchadas de barro. Reese camina detrás, arrastrando una rama que recogió al entrar, golpeando el suelo cada cierto número de pasos.

El sol se cuela a través de las hojas, dibujando manchas de luz en sus rostros. Es tarde, casi al borde del anochecer, pero ninguno parece tener prisa.

— ¿Te has fijado? —Dice Reese, inclinándose para observar una piedra brillante a un lado del sendero—. Todo el mundo siempre dice que los bosques son tenebrosos, pero yo creo que son como un refugio.

Scarlett lo mira, arqueando una ceja. — ¿Refugio de qué?

Él se encoge de hombros, deja la piedra en el bolsillo de su pantalón y continúa caminando. —De lo que sea. De la escuela. De los adultos. De… ya sabes, todo eso que nunca entienden.

Scarlett sonríe. No es la primera vez que escucha a Reese hablar como si el mundo lo aplastara y al mismo tiempo le perteneciera. A veces suena demasiado mayor para la edad que tiene y otras veces, como ahora, parece un niño.

—Yo creo que los bosques sí dan miedo —responde ella, pateando un montículo de hojas secas—. Sobre todo de noche.

—Eso porque siempre piensas en fantasmas.

Ella frunce el ceño y lo mira de reojo. — ¿Y tú no?

Reese hace un gesto con la rama, como si trazara un círculo invisible en el aire. —No. Yo pienso en… no sé. En que todo lo que está aquí siempre estuvo antes que nosotros. Como si los árboles guardaran secretos.

Scarlett calla un momento, escuchando el crujido de sus pasos entre las hojas. Le gusta cómo suena la voz de Reese en ese silencio natural, como si cada palabra se mezclara con el canto lejano de los pájaros.

—Eso sí da miedo —admite.

Él sonríe, pero no dice nada más.

Caminar juntos en el bosque es casi un ritual. Desde niños lo hacen cada cierto tiempo, a escondidas de los adultos. Scarlett siempre trae una mochila con una linterna, agua y un cuaderno en la que anota cosas que no se atreve a decir en voz alta. Reese, en cambio, nunca trae nada.

Solo su imaginación y esa capacidad de convertir lo común en extraordinario.

— ¿Quieres saber qué pienso yo de los fantasmas? —pregunta él de pronto, lanzando la rama hacia adelante para verla rodar.

Scarlett asiente, aunque no lo mire directamente.

—Que son recuerdos que se niegan a irse.

Scarlett siente un escalofrío. Las palabras de Reese caen demasiado cerca de algo que ella también piensa pero nunca se atreve a nombrar.

—Entonces yo estaría llena de fantasmas —dice con una risa nerviosa.

Él se detiene, la observa con los ojos grandes y serios. Scarlett evita su mirada, pateando otra vez las hojas. —No —dice Reese, bajando la voz—. Tú los ahuyentas. Aunque no lo sepas.

Ella no responde.

El corazón le late rápido, aunque no entiende por qué.

Siguen caminando hasta que llegan a un área donde el sol cae en ángulo, tiñendo todo de dorado. Hay un tronco caído, cubierto de musgo, que usan como banco desde hace años. Scarlett se sienta primero, apoyando la mochila a su lado. Reese se deja caer a su lado con un suspiro.

— ¿Qué traes ahí? —pregunta, señalando la mochila.

—Nada. Cosas.

— ¿Puedo ver?

Scarlett la abre a regañadientes. Adentro hay una linterna, un paquete de galletas y el cuaderno con la tapa gastada. Reese toma las galletas sin pedir permiso.

—Oye —protesta Scarlett aunque no le molesta tanto.

—Tengo hambre. —Sonríe con las migas en la boca y luego señala el cuaderno—. ¿Y eso?

Scarlett lo abraza contra su pecho. —Es mío.

— ¿Escribes?

Ella duda, pero asiente. —Un poco.

—Déjame leer.

—Ni loca.

Reese se ríe y levanta las manos, rindiéndose. —Está bien, está bien. Pero me parece injusto que guardes secretos.

Scarlett lo observa unos segundos, la luz del atardecer resaltando la marca en su rostro, esa que nunca se borra del todo. La conoce desde que eran niños. Nunca le preguntó cómo apareció. Los rumores dicen cosas diferentes, pero Scarlett no necesita saber.

Para ella, Reese siempre fue Reese, con o sin cicatrices.

—No es un secreto —responde—. Es solo algo mío.

Él asiente como si entendiera aunque sus ojos brillan con curiosidad.

Reese mastica despacio la última galleta, Scarlett juega con los cordones de sus zapatillas.

— ¿Sabes qué? —dice Reese, con voz más suave.

— ¿Qué?

—A veces pienso que cuando seamos grandes nos vamos a olvidar de esto. De los árboles, de los secretos, de todo.

Scarlett lo mira, sorprendida por la tristeza en su tono. —No quiero olvidarlo —responde—. Nunca.

Él sonríe apenas, pero sus ojos siguen serios. —Entonces prométemelo.

— ¿Qué cosa?

—Que no me vas a olvidar.

Scarlett traga saliva. El mundo se siente de pronto demasiado silencioso, demasiado grande. —Te lo prometo —dice.

Reese asiente, satisfecho y se recuesta contra el tronco. Scarlett lo imita, apoyando el hombro cerca del suyo. No se tocan, pero la distancia es mínima.

El aire entre ellos vibra de un modo extraño, nuevo, que ninguno sabe cómo nombrar.

El sol termina de caer, y la primera estrella aparece en el cielo. Ninguno se mueve. Ninguno habla.

El viento sopla más fresco, moviendo las hojas secas a sus pies. Scarlett se enrosca un poco dentro de su suéter, apretando los brazos contra el pecho. Reese lo nota de reojo. Siempre lo nota todo, aunque rara vez diga algo.

— ¿Tienes frío? —pregunta.

—Un poco.

Él duda un instante. Luego, sin mirarla directamente, se quita la chaqueta y se la ofrece. —Toma.

Scarlett lo observa como si le hubiera dado algo mucho más importante que una prenda de ropa. —No hace falta.

—Igual no tengo frío.

Ella arquea una ceja. —Siempre dices eso.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.