BRYAN
Camino por el pasillo hasta mi cuarto, pero no entro.
Me apoyo contra la pared, cierro los ojos y respiro hondo, como si pudiera exhalar lo que acabo de decirle a Scarlett. No funciona. La imagen de su cara, su silencio, me persigue hasta aquí.
No quería contarlo. No todavía.
Pero algo en su mirada, en la forma en que me devolvió la pregunta, me obligó.
Vuelvo a la cocina unos minutos después. Scarlett sigue ahí, sentada en la mesa, sin tocar su comida. Rebelde se ha acurrucado en sus piernas, como si supiera que hace falta algo cálido.
— ¿Quieres que me vaya? —pregunta, en voz baja.
—No —respondo, más rápido de lo que esperaba. Me siento frente a ella otra vez y apoyo los codos en la mesa—. Solo… no quiero que pienses que soy un monstruo.
—No lo pienso —responde.
Eso debería tranquilizarme, pero solo me empuja más hacia el recuerdo que intento evitar. Paso una mano por mi cabello y dejo que salga.
—Tenía nueve años —empiezo, mi voz más baja de lo normal—. Mi hermana, cuatro. Estábamos en un viaje con mis papás, en una cabaña cerca de un lago. Todo era… perfecto.
La imagen regresa, vívida: el reflejo del sol en el agua, el olor de los pinos, el sonido de los pájaros. Veo mi versión más joven corriendo por la orilla, riendo, con mi hermana pequeña detrás de mí.
—Yo quería enseñarle a hacer un fuerte de hojas y ramas —continúo—. No dejaba de insistirle para que viniera conmigo. Al final, me dejaron llevarla, con la condición de quedarnos cerca de la orilla.
Scarlett me mira en silencio.
—La senté sobre una roca y empecé a armar el fuerte. Estaba emocionado, como si fuera el proyecto más importante del mundo. —Trago saliva, porque la parte difícil llega—. Me distraje. No sé cuánto tiempo. Solo sé que cuando volteé… ella ya no estaba en la roca.
El sonido de mi propia voz me duele.
La cocina desaparece y vuelvo a ese momento: la superficie del agua agitada, un pequeño brazo saliendo y hundiéndose otra vez.
—Grité —digo, más rápido, como si quisiera sacarlo de mí—. Grité hasta quedarme sin aire. Pero no me moví. Me quedé ahí parado. Mirando.
La vergüenza me golpea en el pecho, la misma de hace años.
—No sé cuánto tiempo pasó antes de que mi papá llegara corriendo. Se lanzó al agua y la sacó. Ella estaba… —mi garganta se cierra—. No respiraba.
Scarlett aprieta las manos sobre su regazo.
—La revivieron —digo finalmente—. Pero desde ese día… —muevo la cabeza—. Desde ese día no dejo de pensar que si yo no me hubiera quedado congelado, si hubiera entrado al agua… todo habría sido diferente.
Me recuesto en la silla y paso una mano por mi cara. No sé si Scarlett entiende lo que le estoy diciendo, pero sigo hablando, porque detenerme sería peor.
—Después de eso… todo cambió en mi casa. —Miro la mesa, como si ahí pudiera ordenar los recuerdos—. Mis papás no me gritaron ni me castigaron. Ni una sola vez.
Scarlett frunce ligeramente el ceño.
—Eso fue lo peor —admito—. Ni siquiera me miraban igual. Mi mamá no podía verme sin que se le llenaran los ojos de lágrimas. Mi papá me trataba como si fuera de cristal. Y Kian…
Digo el nombre de mi hermano con un nudo en la garganta.
—Kian se convirtió en el héroe de la familia. El que podía hacer reír a mi hermana. El que lograba sacarla de la cama cuando tenía pesadillas. El que siempre estaba ahí. —Miro mis propias manos—. Yo no podía ni tocarla sin sentir que me iba a desmoronar.
La memoria me arrastra de nuevo a esos días después del accidente. Mi hermana, envuelta en una toalla, con la piel pálida y los ojos muy abiertos. El olor a humo de la chimenea de la cabaña.
Y yo, sentado en una esquina, escuchando cómo mi mamá la arrullaba.
—Cada vez que la oía llorar por las noches, me tapaba los oídos. —La vergüenza me quema por dentro—. No podía soportarlo. Me sentía… responsable de cada lágrima.
Scarlett se mueve en su silla, como si quisiera decir algo, pero no lo hace. Me deja continuar.
—Cuando volvimos a casa, era como si yo fuera un fantasma. Estaba ahí, pero nadie me veía. —Sonrío, pero no hay humor en mi voz—. Kian empezó a destacar en todo: en deportes, en música, en lo que fuera. Yo lo veía brillar mientras yo me sentía… —hago un gesto con la mano—. Apagado.
Trago saliva y miro hacia otro lado. Rebelde se ha bajado de las piernas de Scarlett y ahora duerme en una esquina de la cocina. Hay algo tranquilizador en su respiración lenta.
—Supongo que desde entonces dejé de intentar ser parte de todo. Dejé de hablar en la mesa. Dejé de reírme de los chistes. Dejé de pedir que me llevaran a ningún lado. —Me encojo de hombros—. Era más fácil no molestar a nadie.
Un silencio se instala entre nosotros, pero esta vez es distinto. Es como si Scarlett entendiera lo que digo. Sus hombros están un poco caídos y hay algo en su mirada que me dice que sabe lo que es sentirse invisible.
Pero también, de cómo se siente la culpa.
—Por eso no vivo con ellos ahora —agrego, más bajo—. Por eso preferí venirme aquí, con mi tío. Porque estar en esa casa… era como volver a ese día. Además, desde que Kian empezó con su sueño, ellos prefieren dejarme en casa de cualquiera de nuestros familiares. Digo, soy yo, el hijo de en medio. Quien no tiene talento como el mayor y no es quien vivió algo traumático como mi hermana Rosie… es su segundo nombre, siempre me gustó llamarla así. No… mis hermanos están bien sin mí.
Pero quizás yo no.
Mis palabras quedan flotando en el aire. Siento que algo en mi pecho se afloja, aunque no sé si para bien o para mal.
—Kian siempre fue… distinto. —Me apoyo en la mesa, entrelazo los dedos y los miro fijamente—. Cuando éramos niños, todos lo notaban. Tenía esa sonrisa que hacía que cualquiera quisiera hablarle. Esa facilidad para caerles bien a todos.
Suspiro.
—Cuando cumplió quince, alguien le tomó una foto en el centro comercial. —La escena vuelve a mí como si fuera ayer—. Solo estaba probándose una chaqueta, nada del otro mundo. Pero la subieron a internet y se volvió viral. Todos hablaban de su estilo, de su cara.