PASADO
El pasillo de la casa de Reese está oscuro, apenas iluminado por la luz que se filtra desde la cocina del vecino.
Reese está en la cama, pero no puede quedarse quieto, no es tan tarde y no tiene sueño. Algo le hace cosquillas en la nuca, una inquietud que no es sólo aburrimiento.
Anoche escuchó un crujido en la casa de enfrente, y ahora una voz interior le dice que quizá no fue el viento.
Se levanta sin hacer ruido, se pone las zapatillas con cuidado y sale al exterior. El aire está frío y huele a hojas.
En la ventana del cuarto de Scarlett la luz está apagada. Por un momento piensa que ella estará en su cuarto con la lámpara encendida, repasando tareas o escribiendo en su cuaderno.
Pero la oscuridad le sugiere otra cosa: que no está en casa. Le trepa una certeza que no puede ignorar. Reese no piensa en reglas ni en el horario, solo sale corriendo.
Corre por la vereda, las zapatillas golpeando el cemento. Salta la cerca del jardín que conoce como la palma de su mano y entra en el bosque por el sendero que los chicos usan de vez en cuando.
La noche en el bosque no es peligrosa para él, o al menos eso cree, está acostumbrado a que los árboles escondan ruidos y secretos. Esta vez el sendero parece más estrecho y a cada paso su corazón se le sube un poco.
Piensa en las historias que cuentan los mayores, en los fantasmas que supuestamente se meten en las casas abandonadas.
Cuando llega al lugar donde suelen sentarse, la ve: Scarlett, sentada en la roca grande junto al sendero.
Su postura es rígida, la cabeza inclinada. A primera vista parece dormida, pero cuando Reese se acerca nota la respiración entrecortada y el brillo húmedo en sus mejillas.
Hay sangre en su brazo, una línea roja que atraviesa la piel, la manga de la camisa está enrollada hasta el codo. Reese se detiene.
—Scarlett —dice—. ¿Estás bien?
Ella no lo mira al principio. Sus manos tiemblan sobre la rodilla y cuando finalmente alza la vista, sus ojos tienen esa mezcla de sorpresa y cansancio que él ha visto otras veces, pero nunca tan evidente.
Su brazo sangra leve, no es una herida enorme pero suficiente para que él se preocupe. No pregunta por el corte, en vez de eso se sienta a su lado, con cuidado como si hubiera que respetar la distancia entre lo que pasa y lo que puede arreglar un abrazo.
— ¿Qué pasó? —pregunta de nuevo, más bajo.
Scarlett aprieta los labios.
Ella no dice nada.
Nada… y eso le duele más que cualquier palabra.
Él pasa una mano por su espalda con la naturalidad.
Alguien le hizo daño.
Pero no lo dice todavía. Se limita a quedarse, a poner su presencia como una pequeña fortaleza alrededor de ella, hasta que ella quiera o pueda hablar.
Reese se queda quieto junto a ella, Scarlett sigue mirando el suelo, pero ya no llora. Sus ojos brillan por las lágrimas que no terminan de caer. Él nota que aprieta la mandíbula, que la respiración le sale en ráfagas, como si estuviera conteniendo algo más grande que el dolor del corte.
— ¿Te caíste? —intenta de nuevo, buscando una excusa sencilla que ella pueda aceptar si no quiere contar la verdad.
Scarlett niega con la cabeza, apenas un movimiento.
Reese siente que algo se le aprieta en el pecho.
El bosque parece más callado de lo normal, como si estuviera esperando su reacción. Él nunca ha sido bueno para quedarse callado cuando algo no está bien.
—Scarlett —dice, esta vez con más firmeza—, ¿quién te hizo eso?
Ella lo mira de golpe y por un segundo él ve algo en su expresión que parece miedo. Pero dura poco pues Scarlett parpadea y baja la mirada otra vez, como si hubiera cerrado una puerta.
No responde.
Reese siente que la rabia le sube a la garganta, pero se la traga. No quiere asustarla.
No quiere que se cierre más.
—No tienes que decirme —añade al fin, bajando el tono—. Pero si alguien te está haciendo daño, me lo vas a contar algún día. Lo prometo.
Reese estira la mano y le acomoda un mechón de cabello detrás de la oreja, un gesto pequeño pero que hace que ella respire un poco más despacio.
—Voy a quedarme contigo —dice—. Toda la noche si hace falta.
Scarlett lo mira, como si no supiera si creerle, luego asiente. Reese se pone de pie y le ofrece la mano. Ella la toma con cuidado, se levanta y juntos caminan hasta su casa en silencio.
Cuando llegan, Reese la guía hasta la cochera. Es un espacio desordenado, lleno de cajas viejas y bicicletas, pero para ellos siempre ha sido una especie de escondite.
Busca una manta en un rincón y la sacude, quitándole el polvo y se sienta en el suelo de concreto. Scarlett lo sigue, se acurruca a su lado, apoyando la cabeza en su hombro. Él siente su respiración cerca de su cuello, más tranquila ahora.
—No voy a dejar que nada te pase —susurra Reese, y aunque sabe que no puede prometer algo así de grande, lo dice como si pudiera cumplirlo.
En la penumbra de la cochera, Scarlett levanta la vista y por primera vez en toda la noche parece sonreír, apenas un gesto leve. Reese la mira y algo en su pecho se mueve, algo nuevo que no había sentido antes.
Cuando Scarlett se mueve un poco más hacia él, Reese no se aparta. Es un movimiento torpe, nervioso, pero cuando sus labios se rozan, el mundo parece detenerse.
El beso dura apenas un instante, un roce torpe que apenas alcanza a ser un beso de verdad. Reese siente el calor subirle a las orejas y Scarlett se aparta de golpe, con los ojos abiertos como si hubiera hecho algo prohibido.
Ninguno de los dos dice nada al principio.
—Perdón —murmura Scarlett, llevándose la mano a los labios.
—No… no tienes que disculparte —responde Reese rápido. No quiere que ella crea que fue un error, aunque tampoco está seguro de lo que acaba de pasar.
Se quedan mirándose, apenas iluminados por la luz que se cuela de la calle. Reese puede ver el brillo en los ojos de Scarlett, no de lágrimas esta vez sino de algo distinto, algo que lo hace sentir extraño.