Dime La Verdad

32

PASADO

El atardecer cae lento, como si alguien lo estuviera pintando con paciencia. El cielo se tiñe de tonos naranjas y morados y el aire huele a hojas secas y a tierra húmeda.

Scarlett se ha sentado sobre una roca y Reese está a su lado, con las rodillas dobladas, dibujando líneas en la tierra con un palito. Ninguno habla al principio. Solo escuchan el canto de los grillos y el crujir de alguna rama que se rompe a lo lejos.

—Ya no he visto al hombre sombra —dice Reese de repente, rompiendo el silencio.

Scarlett parpadea y lo observa de reojo.

El hombre sombra.

Cuántas veces habían salido corriendo por ese pasillo de su casa, seguros de que alguien los perseguía. Cuántas noches habían jurado escuchar pasos que no eran de nadie.

—Yo tampoco he visto fantasmas últimamente —responde, bajando la voz.

Reese suelta una pequeña risa. — ¿Será que crecimos demasiado para que nos visiten?

Scarlett encoge los hombros. —Quien sabe.

Reese se queda pensativo y clava el palito en la tierra. —Pero una noche… —hace una pausa, como si dudara en contarlo— sentí que alguien se sentaba en mi cama.

Scarlett lo mira con atención. — ¿Qué hiciste?

—Abrí los ojos, pero no había nadie. —Se rasca la nuca, nervioso—. Me quedé despierto un buen rato, esperando escuchar algo más.

Scarlett baja la mirada hacia sus rodillas. —Los humanos dan más miedo que los fantasmas —dice casi para sí misma.

Reese frunce el ceño y se inclina un poco hacia ella. — ¿Por qué dices eso?

Ella no responde.

Reese alarga la mano y la toma de los dedos, apretando apenas, como si le pidiera permiso para seguir allí. — ¿Por qué estás tan triste? —pregunta.

Scarlett siente un nudo en la garganta. Hay demasiadas respuestas en su cabeza, todas revueltas. El miedo, la casa, la forma en que las paredes parecen cerrarse sobre ella algunas noches. —Tengo miedo —admite al fin, en voz baja.

— ¿Miedo de qué?

Ella niega, despacio.

Reese se acerca un poco más y la rodea con los brazos. Scarlett siente su calor y se deja ir contra él, apoyando la cabeza en su hombro. Respira profundo y huele su camisa, un olor a jabón de lavandería.

—Gracias por no mirarme raro —dice Reese después de un rato, como si lo hubiera estado pensando mucho.

Scarlett se aparta un poco y lo mira, confundida. — ¿Por qué te miraría raro?

—Porque todos lo hacen —responde, y su voz tiene algo de cansancio—. Todos se quedan viendo mis cicatrices y luego fingen que no. Tú no.

Scarlett le sostiene la mirada un momento más largo de lo normal. —Nunca he pensado que seas raro, te lo he dicho.

Reese sonríe.

— ¿Por qué me quieres? —Pregunta ella de repente, sin planearlo—. ¿Por qué te hiciste mi amigo cuando éramos niños? ¿Por qué eres tan bueno conmigo?

Reese parece sorprendido por la pregunta, pero no aparta la vista de ella. —Porque eras la única que parecía tan sola como yo —dice al fin—. Y porque cuando te vi llorando en ese columpio, quise que alguien te cuidara. Y si nadie lo hacía, supongo que tenía que ser yo.

Scarlett siente que algo le golpea el pecho. Reese se inclina hacia ella despacio, como dándole tiempo de alejarse si quiere y la besa.

Es un beso torpe, breve, pero le deja un calor en el estómago que no había sentido antes.

Ella sonríe, sin poder evitarlo.

—Tú me haces olvidar de todo lo malo —susurra—. No eres feo, eres la persona más amable, dulce y gentil que he conocido.

Reese baja la mirada, como si quisiera grabarse esas palabras para siempre. —Todas las noches le agradezco a Dios por tu existencia —responde.

Scarlett se ríe por lo bajo cuando Reese menciona a Dios. No es una risa cruel, sino una de esas que salen cuando uno no sabe qué hacer.

—No entiendo por qué crees en Dios —dice ella, dándole una patadita a una hoja seca frente a ellos—. Mira que Dios nos tiene mal, ¿no? Afuera de nuestra burbuja, el mundo es un asco.

Reese se recuesta contra el tronco del árbol, mirándola de lado. —Sí, el mundo es un asco —admite—. Pero no puedo evitar pensar que alguien me dio otra oportunidad.

Scarlett lo observa, interesada. — ¿Otra oportunidad?

—Cuando nací, mis padres biológicos eran malos. —Su voz es baja, como si las palabras le costaran—. No solo conmigo… con otros niños. No sé si eran mis hermanos, no sé si eran niños que ellos… —hace una pausa—. Quién sabe.

Scarlett siente un escalofrío.

—Me golpearon cuando era un bebé —continúa Reese—. Y sobreviví. Me adoptaron, me dieron una familia de verdad. Si Dios no existe, explícame por qué me salvó y por qué me dio a la chica más perfecta del mundo.

Scarlett siente que se le encienden las mejillas. No está acostumbrada a que alguien la llame así y menos de esa forma, como si lo creyera de verdad. —No soy perfecta —responde en voz muy baja.

Reese se ríe. —Eres perfecta para mí.

Scarlett lo mira y por un momento se siente como si todo el bosque hubiera dejado de moverse. Como si no existiera nadie más.

Solo ellos, el viento y la manera en que la luz se filtra entre las ramas iluminando su cara.

Ella estira la mano y le acomoda un mechón de cabello que se le ha pegado a la frente. Reese la mira como si ese pequeño gesto fuera algo enorme.

— ¿Puedo decirte algo sin que te enojes? —pregunta él.

Scarlett asiente.

—Cuando llegué a esta ciudad, pensé que nadie iba a querer hablar conmigo. Todos me miraban raro… pero tú estabas ahí, en el columpio. Y aunque estabas llorando, eras la persona más bonita que había visto. —Hace una pausa—. Y pensé: si me acerco y ella me dice que me vaya, igual valdrá la pena.

Scarlett ríe otra vez, pero esta vez es una risa nerviosa. —No te dije que te fueras.

—Por eso nunca me fui —Reese contesta.

Se quedan callados unos segundos, mirándose.

Reese levanta la mano y le acaricia el cabello con cuidado. Siente que le cuesta respirar, que el pecho se le llena de algo que no entiende del todo.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.