SCARLETT
Febrero llega casi sin que me dé cuenta.
El frío sigue en las mañanas, pero las tardes ya huelen un poco a flores nuevas, como si la primavera se estuviera preparando para empujar al invierno por la puerta trasera.
En mi cabeza hago un recuento de lo que han sido estos últimos dos meses.
Desde que volvimos de San Alleno, mi rutina ya no es la misma. Reese y yo hablamos todos los días, sin falta. Si no es un mensaje de texto rápido entre clases, es un audio que me manda cuando se despierta tarde o cuando se aburre en la clínica de fisioterapia. Algunas veces, cuando me siento en el escritorio a hacer tarea, la pantalla de mi teléfono se ilumina con su nombre, y mi corazón hace ese pequeño salto que todavía no puedo controlar.
Lo mejor son las llamadas nocturnas. Reese tiene la costumbre de llamarme justo antes de dormir. Me pregunta cómo estuvo mi día, me cuenta el suyo, y siempre termina diciéndome algo que me hace reír en voz baja para que nadie en casa me escuche.
Es extraño lo fácil que es hablar con él después de tanto tiempo separados. A veces hablamos de cosas serias, de lo que pasó, de lo que sentíamos cuando éramos niños, pero la mayor parte del tiempo simplemente nos reímos de tonterías.
Bryan también es parte de esto, aunque él siempre se hace el desentendido cuando lo menciono.
Más de una vez hemos terminado los tres en una video llamada, Reese en su habitación con esa luz amarilla de su lámpara, Bryan en su cama con el gato trepado en sus piernas, y yo en mi escritorio. Terminamos hablando de películas viejas, de música, de cosas que ninguno le diría a otra persona. La pantalla se siente menos como un cristal y más como una ventana a un lugar donde todo está bien.
Me gusta que Bryan y Reese se lleven tan bien. A veces bromean entre ellos y yo me quedo callada, solo escuchándolos.
Se siente cálido.
Como si de repente mi pequeño mundo, que siempre fue tan solitario, se hubiera llenado de gente. De gente que de verdad me quiere.
Sigo pensando en lo que pasó aquella noche. En el abrazo de Reese, en su voz diciendo mi nombre, en la manera en que la lluvia golpeaba el techo. En su beso, tan inesperado y tan necesario. Todavía me sonrojo cuando lo recuerdo, pero ahora no me asusta.
Si alguien me hubiera dicho hace un año que estaría así, con dos amigos que en serio se preocupan por mí, con un teléfono que no deja de sonar porque alguien quiere saber cómo estoy, no les habría creído.
Pero aquí estoy.
Cierro los ojos y respiro. Tal vez las cosas todavía no sean perfectas, pero por primera vez en mucho tiempo no tengo miedo de lo que viene después.
El pasillo está lleno de ruido y pasos apresurados, pero yo camino tranquila al lado de Bryan.
Aún hay miradas que se clavan en mí, chicas que se detienen medio segundo para ver mi ropa, mi cabello, mi cara. Antes, eso me habría hecho encoger los hombros y querer desaparecer. Ahora, solo sigo caminando.
— ¿Te diste cuenta que casi no te miraste los zapatos en toda la mañana? —Bryan dice en voz baja, como si estuviera leyendo mis pensamientos.
— ¿Eso es un cumplido? —pregunto, arqueando una ceja.
—Definitivamente. —Él sonríe un poco y se recarga en su casillero.
En ese momento aparece Michelle.
—Hola, Bryan —dice, apoyándose en la puerta del casillero de alguien más—. Oye, mañana es San Valentín… ¿ya tienes cita?
Bryan parpadea, lento, y luego responde con su tono neutral de siempre. —Sí.
Michelle se ilumina por un segundo. — ¿Sí?
—Sí —Bryan se encoge de hombros—. Con dos personas.
El rostro de Michelle se congela por una fracción de segundo y yo tengo que morderme la lengua para no reír.
—Oh… bueno… —dice, recuperando la compostura—. Diviértete, supongo.
Ella se aleja con las otras chicas y Bryan me mira como si nada hubiera pasado.
— ¿Dos personas? —pregunto, cuando salimos del edificio.
—Tú y Reese —responde, como si fuera lo más obvio del mundo.
Río. —Por un segundo se me olvidó que mañana es San Valentín.
—Sí, bueno, imposible olvidarlo con tantas decoraciones rosas por todas partes —dice Bryan, mirando un póster de corazones en la puerta de salida.
Cuando empujamos la puerta principal y el aire frío nos golpea, lo veo.
Apoyado contra un auto negro, con las manos en los bolsillos y el cabello un poco desordenado por el viento, está Reese.
Mi corazón hace un salto inmediato.
— ¿Qué haces aquí? —pregunto, aunque no puedo evitar sonreír.
—Ustedes condujeron hasta mi casa la última vez —dice él, acercándose—. Me tocaba a mí.
Antes de que pueda responder, me abraza. Siento su chaqueta fría y su olor familiar, ese que me hace pensar en invierno.
Bryan llega detrás de mí y levanta las cejas. —Buen novio.
Reese le lanza una mirada divertida, pero no suelta mi mano. — ¿Eso fue un cumplido?
—Sí, claro —Bryan asiente, sin rastro de ironía.
Yo solo río, porque no sé qué más hacer.
Todo esto, Reese aquí, Bryan a mi lado, se siente tan… bien.
Llegamos a la casa de Bryan después de un trayecto en el que Reese insistió en manejar. Bryan puso música tranquila todo el camino, y yo solo me quedé viendo por la ventana, sintiendo la emoción creciendo en mi pecho.
La casa está silenciosa cuando entramos, y Bryan confirma lo que ya sospechábamos: su tío no está.
—Perfecto —dice Reese, entrando detrás de mí y mirando alrededor—. Me gusta el lugar, muy minimalista.
—Traducción, vacío —bromea Bryan, dejando las llaves sobre la mesa—. ¿Pizza?
—Obvio —digo sin pensarlo, y Bryan ya está buscando el número en su teléfono.
Nos dejamos caer en el sillón de la sala mientras esperamos. Reese se sienta tan cerca que casi me toca el brazo y luego sí me toca el brazo, y luego mi mano.
Me acomodo contra él, dejándome caer en su costado, y siento que todo en mí se relaja.