Dime La Verdad

EPILOGO

SCARLETT

Recuerdo que estaba en el columpio, con las manos llenas de tierra y las rodillas raspadas. Lloraba tan fuerte que pensé que nadie me escucharía nunca.

Entonces apareció un niño, con la camiseta manchada de pasto. —Las princesas no deberían llorar —me dijo, muy serio—. Pero si lo hacen… siempre deberían tener un amigo.

Yo dejé de llorar por un segundo y lo miré.

— ¿Tú quieres ser mi amigo? —pregunté, con voz rota.

Él asintió. Y aunque en ese momento no lo entendí, esa fue la primera promesa que me cambió la vida.

— ¡Mi papi! —una voz pequeñita me saca de mi recuerdo.

Beatriz corre hacia la puerta y yo sonrío al verla con su cabello despeinado y sus calcetines de colores distintos. La escucho reír y un segundo después Reese entra en la sala, cargándola en brazos.

— ¿De qué hablaban mis dos princesas favoritas? —pregunta mientras se deja caer en el sofá junto a mí.

—Mamá me estaba contando una historia de cuando era niña —dice Beatriz, abrazando el cuello de su papá.

Reese sonríe y me mira como si todavía fuéramos esos chicos que se buscaban entre los pasillos y los silencios.

—Ah, sí —dice, haciéndole cosquillas a nuestra hija hasta que suelta una carcajada—. Así fue como conocí al amor de mi vida. La chica más fuerte, bondadosa, noble y hermosa de toda la vida.

Beatriz se ríe y se esconde en mi regazo, todavía sonriendo.

Yo miro a Reese y él me devuelve la mirada, esa mirada que nunca cambió, ni siquiera cuando estuvimos separados, ni cuando la vida se volvió complicada.

Siento que todo, absolutamente todo, valió la pena para llegar a este momento.

—La princesa y su amigo —susurro, acariciando el cabello de mi hija.

—Y su final feliz —añade Reese, acercándose para darme un beso.

Beatriz aplaude como si estuviera viendo un cuento de hadas en vivo.

Y en ese instante, con la casa llena de risas y el cielo despejado después de la lluvia, sé que lo tenemos todo.

En ese momento, alguien empuja la puerta con el hombro. Un par de cajas se tambalean en el aire.

— ¡Gracias, Reese, por dejarme con las galletas! —se queja Bryan, asomándose detrás de las cajas antes de dejarlas sobre la mesa. Sus mejillas están rojas por el frío y su bufanda parece a punto de deshacerse.

Beatriz se ilumina al verlo y corre hacia él.

— ¡Tío Bryan! —Le grita con emoción, abrazándole la pierna—. ¡Vamos a hacer casas de jengibre!

— ¿Casas de jengibre? —Bryan arquea una ceja y finge sorpresa, aunque se le escapa una sonrisa—. Eso suena… delicioso.

En cuestión de minutos, la casa se convierte en un dulce caos: glaseado en el suelo, chispas de colores por todas partes, Reese riendo mientras Beatriz intenta pegar un tejado que no quiere quedarse en su lugar y Bryan robándose caramelos cada vez que cree que nadie lo está mirando.

Yo los observo desde el marco de la cocina, con las luces de Navidad parpadeando detrás de ellos. Reese se inclina para ayudar a Beatriz y Bryan le arroja un poco de azúcar glasé en el cabello solo para molestarlo. Beatriz grita entre risas.

La escena es tan sencilla, pero me hace sonreír.

Recuerdo las palabras que Reese me dijo una noche de lluvia, cuando todavía estábamos aprendiendo a perdonarnos: Dios recompensa a quienes esperan en Él.

Yo nunca he sido una persona religiosa, no sé si creo del todo en lo divino, pero cada vez que la oscuridad de mi pasado intenta alcanzarme, cada vez que me visita el fantasma de mi abuelo o el silencio de esos días en que me sentía rota, veo esta imagen: Beatriz riendo, Reese con azúcar en el cabello, Bryan en la mesa como si hubiera nacido para estar aquí.

Y pienso que alguien tuvo que ayudarme a llegar hasta este lugar.

Porque ahora… estoy bien.

Mejor de lo que alguna vez imaginé que estaría.

Reese levanta la vista y me encuentra sonriéndome con dulzura. — ¿Vienes a ayudarnos o solo vas a mirar? —pregunta.

Camino hacia ellos y me siento junto a mi familia, porque eso es lo que son, todos ellos y por un segundo cierro los ojos, guardando este momento para siempre.

La risa de Beatriz, la voz de Reese, el comentario sarcástico de Bryan.
Es Navidad. Es paz.

Es la recompensa después de la tormenta.

Y es todo lo que alguna vez soñé.

Reese y yo le teníamos miedo a la oscuridad porque creíamos en los fantasmas.

Y aunque todavía pensamos que, tal vez, realmente vimos algunos, ahora he aprendido que sin importar qué tan oscura sea la noche, cuando llega la luz, no queda rastro de ella.

FIN




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