Dime Que Todo EstarÁ Bien (novela juvenil)

Capítulo 1. Sed de venganza

«¿Será cierto que la venganza es tan dulce como un pastel de crema?».

El bus no pudo esquivar un hueco en la carretera, eso provocó que el vehículo se sacudiera de forma brusca. Julie despertó al darse un golpe en la sien contra el vidrio de la ventanilla y dejó caer al suelo el libro de suspenso y fantasía que había tenido sobre el regazo.

—Maldita sea —masculló y se frotó la parte de la cabeza donde se había lastimado.

Un regusto metálico le quedó en la boca al salir de forma violenta del sueño en el que estuvo sumida: caminaba sin prisas por los pasillos del instituto donde días atrás había estudiado, vestida con una túnica negra que tapaba su cabeza con la capucha. Iba toda manchada de sangre y portaba una guadaña en la mano. No solo cortaba las cabezas de cada excompañero que se cruzaba en su camino, sino que les sacaba el corazón. Lo mordía, tomando un bocado que disfrutaba al masticar, como si este fuera un pastel cubierto por la más deliciosa crema, mientras sangre caliente corría por su mandíbula y cuello empapando aún más su ropa…

—Tengo que dejar de leer este libro —masculló estremecida al recordar la perversa imagen que había tenido en aquel sueño, uno que le pareció muy agradable, eso la hizo sentirse culpable.

«La venganza no te hará sentir mejor», le había asegurado su madre, pero soportar en silencio la humillación mientras la justicia llegaba sola tampoco la hacía sentirse bien.

Al rescatar el texto del suelo y dejarlo de nuevo en su regazo admiró con desolación el paisaje que se mostraba por la ventana. Los bosques tupidos del norte de Luisiana se extendían frente a ella. El verdor de una naturaleza amurallada de árboles, que se recortaba en ocasiones para mostrar la perfección de los campos plantados, se perdía en el horizonte.

Escasos animales pastaban en la lejanía y unas silenciosas vías de tren los acompañaban hasta que desaparecían de su vista.

Ya llevaba muchas horas de viaje desde que había salido de Nueva Jersey. Atrás quedó el río Mississippi, así que debía estar cerca de su destino, pero ese viaje parecía no terminar jamás.

Le concedía demasiado tiempo para pensar, algo que comenzaba a odiar.

Antes de que empezara a desesperarse apareció en medio de esa nada un cartel clavado en un muro de cemento que rezaba:

Bienvenido al pueblo de Rayville.

Parroquia de Richland – Luisiana.

Superficie total 8.06 km².

Población 5.695 habitantes, censo 2010.

—Pueblo pequeño, infierno grande —reflexionó Julie antes de recostar de nuevo la cabeza en la ventanilla y cerrar los ojos.

Estaba agotada. A sus diecisiete años se sentía como una anciana de más de noventa años cansada de la vida, que solo esperaba la llegada de la bondadosa muerte para que le diera paz a su alma atribulada.

El bus se sacudió al atravesar el puente de hierro que daba acceso al poblado, pero, esta vez, no fue tan violento. Así que Julie pudo dormitar un rato perdiéndose las bellezas del río, cuyas aguas estaban bañadas por los rayos del sol del final de la tarde y que antecedían a la hilera de casas con fachadas elegantes y amplios patios.

Rayville era un pueblo que vivía de la agricultura, así como de la explotación maderera y de la pesca. Entre sus pobladores no solo se encontraban quienes trabajaban con ahínco en esas actividades, sino los propietarios e inversionistas de las empresas. Tenía apariencia de ser un poblado turístico rodeado por caudalosos ríos lleno de pozas refrescantes y con una zona idónea para el rafting. Hermosas viviendas de veraneo se asentaban en los alrededores, algunas similares a mansiones, mientras que su casco central en época de vacaciones era muy activo al contar con tiendas, restaurantes, bares y cafés modernos.

Al detenerse el bus junto a la plaza, la agitación de los pasajeros obligó a Julie a despertar. Con el ceño apretado se estiró antes de ponerse de pie.

—Niña, espere que salgan todos y luego viene conmigo —ordenó con severidad el chofer cuando los pasajeros empezaron a descender.

Ella puso los ojos en blanco. Por ser menor de edad debía viajar bajo la supervisión de un adulto para ir de un estado a otro, en su caso, el chofer cumplía ese papel. Así que esperó a que la mayoría de las personas salieran y luego se colgó la mochila en un hombro tomando su libro con su mano libre. Afuera fue recibida por una fresca brisa de inicios de febrero.

Pasajeros y familiares se aglomeraron junto al vehículo, apretando abrazos entre sí y haciendo sonar besos y palabras emotivas gracias al reencuentro. Ella se sintió abandonada, encogida en su soledad, hasta que un grito infantil resonó a su espalda.

—¡Julie! ¡Julie!

Giró el rostro al escuchar su nombre y empujó una media sonrisa al ver correr hacia ella a Terry, el hijo de seis años de su tía Margot.

Tras el chico venía William Bonfield, el padre.

—Hola. ¡Qué grande estás! —dijo al niño y lo envolvió en un abrazo cuando este se lanzó sobre ella.

—Comí helado mientras te esperaba —confesó el chico sonriente.




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