Siempre me creí una persona fuerte. Y aún con lo que me había contado aquel rubio teñido, no estaba preparado para lo que vi a continuación: Mew estaba con otros dos jovencitos, arrodillados sobre la tierra húmeda; completamente desnudos, con las manos unidas a la altura de sus pechos. Parecían estar...orando...
Nos escondimos detrás de una de las barracas para verlos mejor.
Estaban a la interperie, vigilados por dos hombres jóvenes que caminaban a su alrededor.
–Son una desgracia para sus familias. Si no, ¿por qué sus padres dieron sus consentimiemtos para que estuvieran aquí? Todos ustedes morirán de sida si no se arrepienten. Están hipotecando sus almas por desear cuerpos que no deberían desear. ¡Pidan perdón a Dios!, aquí, ahora, y les prometemos que este calvario se termina. Podrán beber agua, podrán comer y podrán dormir.
Yo sabía perfectamente qué parte de nuestro plan debía ejecutar ahora pero la rabia que sentía me hizo imaginarme todas las cosas que podría hacerle a aquel hombre para hacerlo sufrir por lo que le estaba haciendo a mi Mew y a esos chicos.
Aún así, hirviendo de odio, me apegué al plan. Saqué de mi mochila el arma con los dardos tranquilizantes. Habíamos comprado todo un lote por Mercado Libre. Una vez más, miré al Cielo y agradecí por mi vida de niño rico. Los otros de mi equipo se prepararon. En pocos segundos los dos hombre cayeron desplomados al suelo y nos acercamos a los chicos.
Les hablamos en voz baja, dulcemente, como nos había enseñado el peliteñido. Logramos así que se calmaran y que siguieran a mi prima hacia la oscuridad del bosque.
Me acerqué entonces a Mew que no se había movido ni un centímetro. Seguía arrodillado y con las manos unidas en posición de oración.
Me descubrí el rostro, me quité los anteojos y lo miré a los ojos. En apenas un susurro dije:
–Mírame...Soy yo...
Me miraba obnubilado como sí supiera quién era yo pero no quisiera o no pudiera moverse.
Estaba pálido, ojeroso y su extrema delgadez me hizo llorar. Y entonces supe que debía hacer algo para traerlo de vuelta de dónde fuera que su mente lo tenía atrapado hasta ahora.
Me arrodillé a su lado, tomé su rostro entre mis manos y le susurré:
–Hola, mi querido hipogrifo...
Y lo besé con desesperación. Sólo tardó unos segundos para que me devolviera el beso y aún con sus labios pegados a los míos suspiró aliviado.
Lo abrazé con todas mis fuerzas e ignorando el dolor punzante de mis costillas lo cargué en brazos hasta el grupo que nos esperaba detrás de unos árboles.
–Quédate con Leah, que yo ya vuelvo.– le dije a Mew.
Luego miré a los tres que estaban conmigo y susurré:
–La fase dos comienza ahora...