Dios Nunca Falla

CAPÍTULO 4 — El Día en que Dios Lo Sorprende

Durante semanas, Mateo había sentido que caminaba en círculos. No importaba cuántas veces intentara levantarse con una nueva actitud, siempre había algo que lo obligaba a detenerse. Entre temores antiguos, heridas recientes y silencios que pesaban más que cualquier palabra, su espíritu parecía avanzar con dificultad, como si arrastrara una cadena invisible.

Pero esa mañana, algo era distinto.

No sabía explicarlo, pero lo sintió incluso antes de abrir los ojos: una calma nueva, suave, que no provenía de él, sino de algo más alto. Era como si el amanecer hubiese respirado sobre su alma, iluminando lugares donde durante años había reinado la penumbra.

Se quedó quieto, mirando el techo, sin saber si agradecer… o llorar. Hacía mucho que no despertaba con ese tipo de paz. Aun así, dudó. ¿Sería real? ¿Sería duradera? ¿O sería otro espejismo más del que pronto despertaría para volver a hundirse?

Fue entonces cuando escuchó, dentro de sí, una frase tan sencilla como poderosa:

“Hoy te voy a sorprender.”

No era una voz externa. No provenía de ningún lugar físico. Había brotado directamente en su corazón, con una claridad espiritual imposible de ignorar. Era como si alguien hubiese apagado todas las demás voces del mundo y hubiese dejado solo una, firme y llena de luz.

Mateo se incorporó lentamente, con la sensación de que algo trascendental estaba a punto de sucederle.

No sabía qué.

No sabía cómo.

Pero por primera vez en mucho tiempo, creyó.

Un Camino que Se Abre sin Avisar

Salió de su casa con paso lento, casi reverente, como quien reconoce que está atravesando un terreno sagrado. El cielo, anormalmente luminoso, parecía formar un domo brillante sobre el barrio. Las nubes tenían bordes dorados, como si cada una hubiese sido delineada por la mano amorosa de un artista divino.

Mientras caminaba, sus pensamientos se aclararon como un río después de la tormenta. Se dio cuenta de que llevaba años esperando una señal con los ojos cerrados, aferrado a sus propias soluciones, cerrándole la puerta a las posibilidades de Dios.

Pero ese día… ese día era diferente.

Casi sin darse cuenta, sus pasos lo llevaron al pequeño parque del vecindario. No solía ir allí, pero una fuerza suave lo dirigió hacia un banco bajo un viejo jacarandá. Las flores moradas caían lentamente, como lluvia de pétalos benditos. Mateo se sentó, respiró hondo y sintió que el alma se le acomodaba en el pecho, como si por fin encontrara un hogar donde descansar.

—Necesito entender —murmuró casi sin voz—. No quiero seguir viviendo atado al miedo.

El viento respondió primero, con un roce cálido que lo rodeó como un abrazo.

Y luego, volvió la frase:

“Confía. Hoy te voy a sorprender.”

Mateo cerró los ojos con fuerza. No entendía, pero sentía.

Y en ese sentir, había una semilla de esperanza.

El Encuentro Inesperado

No pasaron ni dos minutos cuando alguien se detuvo frente a él. Era un hombre de unos sesenta años, con barba blanca, ojos profundamente serenos y una sonrisa que irradiaba paz. Vestía sencillo, pero había algo en él… algo que no se podía explicar. Algo que hacía que todo a su alrededor pareciera más luminoso.

—¿Puedo sentarme? —preguntó el hombre.

Mateo asintió. El desconocido se acomodó junto a él y miró el cielo con un aire de gratitud que sorprendió a Mateo.

—Hermoso día —dijo—. Pero no porque el sol brille… sino porque hoy es un día de milagros.

Las palabras lo atravesaron como un rayo.

Mateo lo observó, confundido, con una mezcla de cautela y curiosidad.

—No sé por qué dice eso —respondió él—, pero… hoy desperté con una sensación rara. Como si… como si algo bueno fuera a pasar.

El hombre sonrió, sin mirarlo.

—Cuando el cielo decide cambiar el rumbo de alguien —dijo con voz profunda—, primero despierta su corazón.

El pecho de Mateo se estremeció.

¿Cómo sabía eso?

¿Cómo podía describir exactamente lo que estaba sintiendo?

Intentó hablar, pero el hombre continuó:

—Dios trabaja en silencio —prosiguió—, pero cuando llega el momento, te sorprende con algo que no esperabas, algo que no podrías haber logrado solo.

Mateo sintió un nudo en la garganta.

—¿Quién es usted? —preguntó apenas.

El hombre lo miró entonces con una ternura indescriptible.

—Alguien que ha visto muchos días así —respondió—. Días en que el cielo se inclina hacia la tierra solo para recordarte que nunca caminaste solo.

Mateo tragó saliva. El aire se volvió espeso, cargado de un significado que no lograba descifrar. Casi sin querer, dejó escapar lo que llevaba meses guardado:

—Estoy cansado —confesó—. No sé qué hacer con mi vida. Siento que he fallado, que nada avanza, que todo se estanca. Que… —Se detuvo, respiró hondo—. Que no soy suficiente.

El hombre apoyó una mano firme sobre su hombro.

—Dios jamás te pidió que fueras suficiente por tu cuenta —dijo—. Eso es lo que el mundo exige, no Él. Dios solo quiere tu disposición, no tu perfección. Si Él te sostiene, nada falta.

Mateo bajó la mirada y sintió el calor de esa mano como una descarga de consuelo. Por primera vez en mucho tiempo, el peso que llevaba en el pecho comenzó a aligerarse.

—Te voy a decir algo —añadió el hombre—. Cuando Dios quiere sorprenderte, lo hace de maneras que nunca imaginaste. Pero primero… primero necesitas abrir tus manos y dejar caer lo que te está robando la fuerza.

Mateo cerró los ojos.

El hombre tenía razón.

Había sostenido dolores demasiado tiempo.

Cuando volvió a abrirlos, el banco estaba vacío.

El hombre… se había ido.

Tan rápido como había llegado.

Sin ruido. Sin pasos. Sin rastro.

Mateo se quedó quieto, sintiendo una presencia aún más fuerte que antes.

El Mensaje que Cambia un Destino

Con el corazón latiendo con fuerza, se levantó y caminó hacia el sendero. De pronto, su celular vibró. Al revisarlo, encontró un mensaje inesperado: una oportunidad laboral que creía perdida desde hacía meses. Le ofrecían una reunión urgente para incorporarlo a un proyecto que deseaba desde hace años.




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