Dios Nunca Falla

CAPÍTULO 5 — Donde Se Rompió, Renació

I — La Herida que Nunca Cicatrizó

Al caer la tarde, Mateo se encontró caminando sin rumbo por las calles que lo habían visto crecer. Había pasado años evitando ese barrio, esos rincones, esas esquinas que guardaban más recuerdos de los que su alma estaba dispuesta a enfrentar. Pero algo dentro de él lo había empujado a regresar.

Esa mañana había despertado sintiendo un llamado interior difícil de ignorar, como una invitación silenciosa a volver a la raíz. A ese punto exacto donde su vida se había quebrado tiempo atrás. A ese lugar donde, en vez de sanar, decidió construir capas y capas de silencio, resistencia y orgullo.

El clima estaba templado. El cielo, en tonos rosados y naranja, parecía pintar un telón sagrado sobre su recorrido. Era como si el mismo Dios hubiese querido acompañarlo en cada paso, preparando el camino para una verdad que necesitaba ver.

Mateo avanzó despacio, mirando casas que ya no parecían tan grandes como las recordaba, árboles que parecían haber envejecido con él, y calles que antes le parecían eternas y ahora se reducían a unos pocos metros de nostalgia.

Respiró hondo.

Sabía exactamente a dónde iba.

A la casa amarilla con rejas blancas.

La que había evitado mirar durante años.

La que encerraba su herida más profunda: el abandono.

II — El Lugar donde Todo Se Quebró

Se detuvo frente a la fachada. La casa estaba igual, solo un poco más gastada por el tiempo. El color amarillo se veía más pálido, y las rejas tenían señales de óxido. Pero para Mateo, era como si todo siguiera congelado en el mismo instante en que su infancia se rompió.

La voz de su madre gritando.

El portazo.

La maleta en la mano de su padre.

La ausencia.

La culpa que nadie explicó.

La sensación de no ser suficiente.

Esa fue la semilla.

El origen.

El punto donde la herida comenzó a sangrar.

Tragó saliva.

Por un instante, quiso darse vuelta y huir.

Pero no lo hizo.

Porque sabía que ahí, exactamente ahí, era donde debía renacer.

—Dios… —susurró—. Si de verdad quieres que sane, acompañame ahora. No me dejes solo.

El aire cambió. Una brisa suave, cálida, lo envolvió como un abrazo.

Mateo cerró los ojos. Sintió, por primera vez, que no estaba enfrentando ese recuerdo solo.

Empujó la reja y entró al frente de la casa abandonada. La puerta estaba entreabierta, como si el pasado lo invitara a entrar y por fin mirarlo a los ojos.

III — La Voz Interior que Lo Guía

No sabía por qué, pero al cruzar el umbral sintió un alivio extraño, casi dulce. Los ecos del pasado todavía estaban ahí, pero la carga ya no era tan pesada. Era como si el dolor hubiera esperado años por este momento, para dejar de ser una sombra que lo perseguía.

Dentro, todo estaba vacío.

Pero eso era perfecto: el espacio era un espejo de su interior.

Vacío.

Esperando algo nuevo.

Listo para ser transformado.

—¿Por qué dolió tanto? —preguntó con la voz temblorosa, mirando el espacio que una vez fue su hogar.

Y entonces la escuchó.

La voz.

Firme.

Clara.

Profunda.

“Porque de ahí te voy a levantar.”

Sus ojos se llenaron de lágrimas. La respuesta no era una explicación lógica, sino una revelación espiritual.

No había nacido para quedarse en esa herida.

No había sido marcado por ese dolor para vivir encadenado a él.

Todo tenía un propósito.

Incluso lo que lo destrozó.

Caminó hacia el pequeño corredor. Allí, en esa esquina, recordaba haber llorado a escondidas, convencido de que nadie lo veía. Pero ahora, al mirarlo con otros ojos, entendió algo que nunca antes había podido comprender:

Dios siempre lo había visto.

Incluso cuando creyó que no había nadie.

IV — La Cena que Nunca Olvidó

Entró a la antigua cocina. El olor a humedad lo envolvió, pero también los recuerdos. Esa fue la última noche antes de que su padre se fuera. Compartieron una cena silenciosa, en la que el dolor flotaba en el aire como un secreto que nadie podía nombrar.

Él era apenas un niño.

Y aun así, entendió que algo estaba por quebrarse.

Se apoyó en el marco de la puerta y cerró los ojos.

Se permitió revivirlo.

No para sufrir, sino para liberar.

La voz volvió, suave esta vez:

“Tu corazón no se rompió para destruirte, Mateo.

Se rompió para abrir espacio a lo que estaba por venir.”

Las lágrimas cayeron sin que pudiera evitarlo.

Cuánto tiempo había cargado con ese peso.

Cuántos años había culpado a la vida, a la ausencia, a él mismo.

Cuántas veces había pensado que esa herida lo había condenado.

Pero ahora… ahora veía que no.

Que, en realidad, esa ruptura había sido un comienzo disfrazado de final.

V — Dios Entra donde Uno se Rompió

Los últimos rayos de sol entraban por la ventana rota. Las luces doradas se deslizaban por el piso vacío como un rastro de esperanza.

Mateo se sentó en el suelo. Cerró los ojos.

Sintió la presencia.

Esa presencia sagrada, amorosa, que desde el capítulo anterior lo venía guiando sin descanso.

—No quiero seguir viviendo desde esta herida —confesó—. No quiero que esto siga marcando mis decisiones… mis miedos… mis relaciones. No quiero más esta carga.

El silencio se llenó de algo cálido.

Un susurro que acarició su alma:

“Entonces déjamela.”

Mateo respiró hondo.

Por primera vez, se animó.

Puso ambas manos sobre su pecho y dijo:

—Te entrego este dolor.

Todo.

Lo que recuerdo y lo que no.

Lo que me destruyó y lo que me silenció.

Lo dejo acá.

En el mismo lugar donde me quebré… renuncio a seguir sosteniéndolo.

Y al pronunciar esas palabras, ocurrió.

No algo físico.

No algo visible.




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