Dios Nunca Falla

CAPÍTULO 10 - El Milagro que Lo Hace Avanzar

PARTE I – CUANDO EL CIELO SE ACERCA EN SILENCIO

El día comenzó de manera extraña, con una calma tan profunda que parecía anticipar algo grande.

Él despertó antes de que sonara la alarma, sin cansancio, sin prisa, con la sensación clara de que algo estaba por suceder. No sabía qué, no sabía cuándo, pero su alma estaba en absoluta atención.

Desde que Dios le había revelado la ruta en el capítulo anterior, algo en su interior se había encendido definitivamente. Cada paso que daba parecía guiado, cada pensamiento encontraba un significado nuevo, cada acción tenía un eco espiritual que antes no había podido escuchar.

Mientras preparaba el desayuno, algo ocurrió: un pensamiento lo cruzó con una fuerza que casi lo detuvo.

“Hoy recibís un impulso que no esperabas.”

No vino como una voz.

No vino como una visión.

Fue una certeza.

El tipo de certeza que solo Dios puede colocar dentro de un corazón dispuesto.

Salió a la calle sintiéndose más liviano, como si estuviera caminando hacia un destino que ya estaba escrito. El aire se sentía fresco, casi renovador, como si la mañana hubiese sido creada especialmente para él.

Y mientras caminaba, sintió algo que lo estremeció:

una presencia suave detrás de él, no física, no humana, pero real.

No era miedo.

Era compañía.

Como si el cielo hubiese decidido caminar a su lado.

PARTE II – LA PRUEBA QUE PARECE RETRASO

Todo iba bien hasta que recibió un mensaje que le cambió el ritmo del día.

Un aviso de su trabajo: un proyecto en el que había puesto mucho esfuerzo había sido rechazado sin explicación.

Sintió el impacto como un golpe seco.

Por un instante, dudó.

El desánimo, rápido y sutil, quiso apoderarse de él.

—¿Por qué justo ahora? —preguntó sin voz.

El viejo miedo quiso regresar:

“No vas a poder.”

“Todo te sale mal.”

“¿Qué te hace pensar que Dios te eligió a vos?”

Pero esta vez fue distinto.

Esta vez recordó el río, la revelación, la ruta.

Recordó la frase divina:

“Caminamos juntos.”

Respiró profundo y dijo en voz alta, con valentía nueva:

—Si esto se cerró… es porque Dios está abriendo otra cosa.

Y en ese instante el desánimo se quebró como vidrio.

Él no lo sabía todavía, pero ese pequeño acto de fe había detenido una espiral de negatividad que lo hubiese hundido años atrás.

Ahora era diferente.

Ahora había luz.

Ahora había ruta.

PARTE III – EL ENCUENTRO QUE CAMBIA TODO

Tomó un colectivo hacia otra parte de la ciudad sin saber bien por qué.

Era como si sus pies tuvieran un plan que su mente aún no comprendía.

Durante el viaje, se sentó junto a un hombre mayor, de mirada cansada pero buena.

El anciano lo observó unos segundos y luego, sin presentarse, dijo:

—Usted está siendo guiado.

Él sintió un escalofrío.

¿Cómo podía ese hombre saber algo tan íntimo?

—¿Cómo… cómo sabe? —preguntó.

El anciano sonrió, no con burla, sino con ternura.

—Cuando Dios toca un corazón, la luz se nota, aunque la persona no lo vea. Lo siento. —Pausó, como si estuviera eligiendo las palabras exactas—. Y también siento que usted está a un paso de un milagro.

El corazón le dio un salto.

Un milagro.

Esa palabra siempre había sonado imposible, lejana, destinada a otros.

—¿Qué tipo de milagro? —preguntó casi susurrando.

El anciano lo miró con profundidad.

—El tipo de milagro que mueve una vida para adelante.

Antes de que pudiera pedir más detalles, el hombre se levantó y bajó del colectivo sin haber dicho su nombre.

Parecía una aparición enviada exactamente para ese momento.

Él se quedó inmóvil.

La presencia que había sentido esa mañana volvió, aún más fuerte.

Algo estaba por ocurrir.

Algo grande.

Algo de Dios.

PARTE IV – CUANDO EL CIELO ACTÚA EN LO PEQUEÑO

Llegó a un café tranquilo, casi vacío.

Se sentó en una mesa cerca de la ventana, pidiendo un té que ni siquiera tenía ganas de tomar.

Necesitaba pensar.

Necesitaba entender.

Mientras se quedaba mirando la calle, una idea cruzó su mente, una que llevaba mucho tiempo evitando:

“¿Y si empezás hoy lo que venís postergando desde hace años?”

El proyecto de su corazón.

Ese que creyó que no era para él.

Ese que había enterrado por miedo al fracaso y por falta de fe.

Abrió su mochila y sacó el cuaderno donde había escrito su frase:

“Dios me guía, yo obedezco.”

Lo abrió en una página nueva.

La lapicera tembló.

El alma también.

Y en ese instante, mientras escribía las primeras líneas del proyecto que marcaría su vida, ocurrió el milagro.

No fue un rayo.

No fue una visión.

No fue una voz audible.

Fue una señal tan perfecta que no podía ser casualidad.

Una mujer entró al café, miró alrededor y se acercó directamente a él, como si lo hubiese estado buscando.

—Perdón que interrumpa… —dijo con un tono amable—. ¿Usted es la persona que ayuda a jóvenes con orientación y palabras de ánimo?

Él la miró sorprendido.

No sabía de qué hablaba.

—Eh… no sé si soy yo —respondió—. ¿Quién le dijo eso?

La mujer sonrió.

—Una señora mayor que vive cerca de la plaza. Me dijo: “Si necesitás esperanza, buscá a ese muchacho. Dios lo está usando.”

Su corazón se detuvo un segundo.

La señora…

La misma que le había dicho días antes: “No abandone lo que está por comenzar.”

—Necesito ayuda —dijo la mujer con un nudo en la garganta—. Para mí… y para mi hijo. No sé a quién más acudir.

Él la escuchó.

Y mientras ella hablaba, la presencia divina creció alrededor como un abrazo.

Comprendió algo tan claro como el agua:

Su proyecto, su misión, su ruta… comenzaban exactamente ahí.




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