Dios Nunca Falla

CAPÍTULO 11 - Cuando el Dolor Le Enseña Luz

PARTE I — EL DOLOR QUE REGRESA CUANDO TODO PARECE IR BIEN

Los días posteriores al milagro parecían estar llenos de claridad. Todo lo que él hacía tenía un brillo especial: el proyecto iba avanzando, la gente lo buscaba por consejo, y cada jornada traía señales que confirmaban que estaba caminando donde Dios quería.

Pero la vida —esa que muchas veces se comporta como un espejo del alma— tiene una forma curiosa de probar a quien ha sido llamado.

El dolor que uno cree superado suele regresar no para herir, sino para revelar.

Fue un martes.

Una noticia simple.

Un mensaje mínimo que llegó a su teléfono.

Y sin esperarlo, una herida antigua se abrió.

Era una notificación de una persona que había sido parte profunda de su pasado, alguien que había marcado su corazón para siempre y cuya ausencia aún llevaba como un eco silencioso.

No había rencor, pero sí un dolor que nunca terminó de sanar del todo.

Al ver ese nombre, sintió que el progreso espiritual se le desarmaba como una casa de arena.

Un nudo se formó en su pecho, una presión incómoda, un temblor que no podía controlar.

De pronto, las dudas regresaron:

”¿Y si no estoy tan fuerte como creía?”

”¿Y si sigo siendo el mismo de antes?”

”¿Y si ese dolor demuestra que no estoy listo para la misión?”

Se sentó en la cama, tomó aire, y por primera vez en semanas sintió un vacío.

Un silencio pesado.

Una distancia entre él y Dios.

Pero el cielo no se aleja.

Es el dolor el que nubla la vista.

PARTE II — LA NATURALEZA DEL DOLOR

Esa tarde decidió caminar sin rumbo.

El viento parecía soplar más fuerte de lo normal, casi como si quisiera empujarlo a confrontar lo que evitaba.

Llegó a una plaza solitaria y se sentó en un banco frío.

Los árboles estaban quietos, como si lo observaran en silencio.

Y entonces, sin aviso, se quebró.

Las lágrimas salieron.

No eran lástima ni desesperación.

Eran verdades.

Verdades que había postergado, emociones que había ignorado, heridas que nunca se habían cerrado bien.

El dolor —ese que tantos evitan a toda costa— estaba ahí para enseñarle algo.

No para destruirlo.

Mientras lloraba, un pensamiento suave y profundo lo atravesó:

“Si no duele, no sana.”

La frase no era suya.

No era de su mente.

Era espiritual.

Y lo entendió:

Para avanzar en la ruta de Dios, tenía que dejar de huir del dolor.

Tenía que mirarlo de frente, abrazarlo, y dejar que le enseñara lo que necesitaba aprender.

El dolor nunca había sido enemigo.

Era un maestro severo, pero maestro al fin.

PARTE III — EL ENCUENTRO QUE ILUMINA LA SOMBRA

Una mujer mayor apareció caminando lento por la plaza.

Tenía una bufanda roja, y un paso elegante a pesar de la edad.

Se detuvo a unos metros, lo miró, sonrió con ternura y dijo:

—No es casualidad que estés aquí.

Él se secó las lágrimas con torpeza.

—¿Me conoce? —preguntó.

—Te conoce Dios. Yo solo soy una de sus voces —respondió ella.

Él sintió un pequeño impacto en el pecho.

La mujer se sentó a su lado sin pedir permiso y agregó:

—¿Sabés cuál es el problema con el dolor? Que pensamos que solo sirve para lastimar. Y no. El dolor es la lámpara que Dios enciende para que veas partes de vos que no verías de otra forma.

Él quedó en silencio.

La mujer continuó:

—Hay dolores que llegan para romperte… —hizo una pausa, tocando su hombro con suavidad—. Pero hay otros que llegan para revelarte.

Quiso responder algo, pero ella siguió:

—Dios te está enseñando a diferenciar. No retrocediste. No perdiste nada. Solo estás viendo una sombra que necesitaba luz.

Su voz era suave, pero cada palabra tenía peso.

—¿Y qué hago con lo que siento? —preguntó él.

La mujer sonrió con una calma celestial.

—Sentilo. No lo escondas. No lo niegues. Dios no sana lo que fingís que no te duele.

Esas palabras lo atravesaron como una flecha luminosa.

Cuando quiso agradecerle, una bandada de pájaros pasó sobre ellos, emitiendo un sonido fuerte.

Él levantó la vista un segundo… y cuando volvió a mirar la mujer, ya no estaba.

Como si se hubiese esfumado.

Como si hubiese sido enviada solo para ese instante.

Como si Dios hubiese usado un rostro humano para hablarle.

PARTE IV — LA ORACIÓN QUE LO TRANSFORMA

Al caer la tarde, volvió a su casa.

No quería distraerse.

Necesitaba orar.

Se arrodilló en el piso, apoyó las manos en la cama y cerró los ojos.

Esta vez no pidió nada.

No buscó respuestas.

No exigió alivio.

Solo dijo:

—Señor, mostrámelo. ¿Qué querés que aprenda con este dolor?

La respuesta no vino como una frase, sino como una visión interna:

Él se vio a sí mismo caminando por un sendero oscuro, sosteniendo una lámpara pequeña.

A medida que avanzaba, esa lámpara iluminaba pedazos del camino que él ni sabía que existían.

Y entendió:

El dolor era esa lámpara.

El dolor —bien entregado, bien aceptado, bien llorado— iluminaba zonas del alma que necesitaban ser limpiadas para que la misión de Dios floreciera completa.

Sintió algo tibio caer sobre su pecho, una especie de calor que era paz.

No era emoción humana.

Era presencia divina.

Y pronunció un susurro lleno de fe:

—Hacelo, Señor. Enseñame. Saname. Usame.

Y lo increíble ocurrió:

La presión en su pecho desapareció.

La angustia se disipó.

El dolor ya no ardía: relucía.

Era como si el cielo le hubiera sacado el peso, pero dejado la enseñanza.

PARTE V — EL DOLOR QUE SE CONVIERTE EN MAESTRO

Los días siguientes fueron diferentes.

Ya no evitó ese nombre del pasado.

Ya no sintió miedo al recuerdo.




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