Dios Nunca Falla

CAPÍTULO 13 - LA PROMESA QUE LE CAMBIA LA VIDA

I. Un amanecer distinto

Julián despertó antes del alba. No porque una obligación lo llamara, ni porque la ansiedad lo empujara fuera de la cama, sino porque había algo nuevo en su interior: una expectación tranquila, como si su espíritu supiera que aquel día traería algo distinto, algo que él había esperado —aunque sin saberlo— durante mucho tiempo.

Abrió los ojos y se quedó tendido un momento, sintiendo el suave silencio que lo rodeaba. No era un silencio vacío; era un silencio lleno de presencia, como si una mano invisible hubiese acariciado el ambiente para prepararlo.

El cielo aún estaba oscuro, pero una franja azulada anunciaba la llegada de la luz.

—Señor… —susurró, casi sin pensarlo—. Hoy estoy atento.

Esa frase no vino de su mente, sino de su interior. Nació sola, como nacen las revelaciones que no necesitan explicación. Julián no sabía qué estaba por cambiar, pero algo en él intuía que el camino que había comenzado a reconocer ahora iba a definirse con claridad.

No claridad mental, sino claridad del alma.

Se levantó, preparó un café sencillo y se sentó frente a la ventana, como si el nuevo día fuera un viejo amigo con quien tenía una cita pendiente.

Las últimas semanas habían sido un despertar constante: señales, silencios cargados de sentido, intuiciones que no parecían suyas, consuelos que no venían de afuera.

Y ahora, como un hilo que se ha tensado lo suficiente, comprendía que algo estaba a punto de revelarse.

Y cuando Dios revela, no lo hace con ruido.

Lo hace con verdad.

II. La palabra que se clava y sana

A media mañana, Julián decidió caminar hasta un parque cercano. No sabía por qué, solo sintió que debía estar en un espacio abierto, donde el cielo pudiera abrazarlo sin obstáculos.

El aire estaba tibio, y el canto de los pájaros parecía más limpio de lo habitual. Caminó lento, sin prisa, sintiendo cada paso como parte de un diálogo silencioso con Dios.

Al llegar al parque, se sentó en un banco bajo un árbol grande. Cerró los ojos y respiró profundo. De pronto, un pensamiento se formó con una fuerza suave, pero firme, tan clara que casi parecía una frase pronunciada:

“No temás. Lo que viene es para bien.”

Julián abrió los ojos de golpe.

No era su propia voz.

No era imaginación.

No era autoayuda ni pensamiento positivo.

Era una promesa.

Una promesa que no le exigía nada:

ni condiciones,

ni sacrificios,

ni demostraciones.

Era una promesa dada desde lo alto, pero recibida en lo más profundo de su ser.

Una paz cálida se extendió por todo su cuerpo, como si el mensaje hubiera encendido una luz que llevaba demasiado tiempo apagada.

Sintió una emoción enorme, casi infantil, como cuando un niño cree en algo imposible y de pronto lo imposible se vuelve real.

Dios le estaba diciendo algo.

Dios le estaba prometiendo algo.

Y esa promesa iba a cambiarlo para siempre.

III. La memoria espiritual

Julián dejó que esa frase lo habitara unos instantes. Después, sin saber por qué, sintió la necesidad de caminar un poco más.

Mientras avanzaba entre los senderos, recuerdos de su vida aparecieron uno tras otro, pero no como sombras para atormentarlo, sino como piezas que se ordenaban en un rompecabezas luminoso.

Recordó momentos en los que rogó por respuestas.

Recordó días en los que sintió que su vida se caía en pedazos.

Recordó noches en las que pensó que Dios lo había olvidado.

Y entonces comprendió algo tan profundo que sus pasos se detuvieron solos:

Dios nunca lo había olvidado.

Él era quien había olvidado mirar.

Esa verdad lo atravesó como un rayo suave.

Lo quebró y lo restauró al mismo tiempo.

Todos los caminos que parecía haber tomado al azar…

todas las heridas que habían parecido injustas…

todos los abandonos, los quiebres, los silencios…

Todo eso lo había traído exactamente a este punto.

A este día.

A esta promesa.

La promesa que decía:

“No temás. Lo que viene es para bien.”

Era como si Dios le mostrara, no con imágenes, sino con comprensión, que cada paso doloroso había contenido un sentido que solo ahora podía entender.

Su espíritu, que ya había despertado, ahora empezaba a recordar.

Y cuando el espíritu recuerda, uno deja de sentirse perdido.

IV. Un encuentro inesperado

Mientras caminaba por un sendero bordeado por árboles, vio a una mujer mayor sentada en otro banco. Tenía un rosario entre las manos y un gesto de profunda serenidad.

Al pasar cerca, ella levantó la vista y lo miró como si lo conociera.

—Hijo —dijo con una voz suave, pero firme—. Dios te tiene preparado algo hermoso. No lo dudes.

Julián se quedó sin palabras.

—¿Cómo… cómo sabe eso? —preguntó, sorprendido.

La mujer sonrió, una sonrisa que parecía haber atravesado décadas de fe.

—Porque cuando Dios habla adentro, también habla afuera —respondió—. A veces usa a otros para confirmarte lo que ya te dijo en el corazón.

Julián sintió un escalofrío.

Era exactamente lo que había sentido esa mañana.

La misma frase.

La misma paz.

—¿Usted me conoce? —preguntó.

—No —dijo ella—. Pero conozco la forma en que Dios actúa. Y te aseguro que la promesa que recibiste hoy es real. Lo que viene te va a cambiar la vida.

Julián sintió que se le humedecían los ojos.

—¿Qué tengo que hacer? —susurró.

La mujer negó con suavidad.

—Nada. Solo creer. Lo demás lo hace Él.

Julián quiso seguir hablando, pero en ese momento un grupo de personas pasó entre ellos. Cuando volvió a mirar, la mujer ya no estaba.

Buscó alrededor.

Miró a los costados.

Se levantó y caminó unos pasos.

Nada.

No estaba en ningún lado.

No era posible que se hubiese ido tan rápido.




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