Dios Nunca Falla

CAPÍTULO 15 - EL INSTANTE EN QUE TODO SE ALINEA

El amanecer de aquel día no parecía distinto a los demás, pero Daniel despertó con una sensación interior que no provenía del sueño ni del pensamiento: una quietud nueva, como si algo dentro de él hubiera encontrado su lugar sin haberlo buscado. Durante semanas había sentido que la vida lo empujaba hacia un punto decisivo, aunque no sabía con claridad qué era lo que estaba por desencadenarse. Solo intuía que estaba cerca, muy cerca, de un cruce invisible donde el pasado dejaría de pesar y el futuro empezaría a abrirse sin resistencia.

Se sentó al borde de la cama y observó la luz que entraba por la ventana. Era una luz común, pero el modo en que la contemplaba no lo era. Parecía percibirla como quien contempla un mensaje. “¿Qué es lo que estás preparando, Señor?”, murmuró. Y no dijo más. No porque no tuviera preguntas, sino porque sabía que ese día debía escucharse, no llenarse de palabras.

Al caminar hacia la cocina, vio algo que lo detuvo: la Biblia que había dejado la noche anterior abierta sobre la mesa seguía allí, pero el viento —o algo parecido— la había movido algunas páginas. No era supersticioso; sabía que a veces las casualidades son inevitables. Pero algo en su interior le sugirió que mirara.

El versículo resaltado con la luz del amanecer decía:

“A los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien.”

Daniel cerró los ojos y respiró hondo. No sabía si era respuesta, confirmación o simple coincidencia, pero sintió que su corazón se apaciguaba de un modo extraño, como si por dentro una puerta se hubiera abierto sin ruido. Llevaba meses enfrentando desafíos, pérdidas, dudas, silencios, señales confusas, puertas que se cerraban y otras que se abrían sin explicación. Pero ese versículo —aquellas palabras eternas— le revelaban algo que iba más allá del intelecto:

No estaba solo dentro de su historia.

Su historia estaba acompañada desde antes de que él la viviera.

Y con eso bastaba.

Ese mismo día debía tomar decisiones importantes. La propuesta laboral que había aparecido semanas atrás —inesperada, ilógica en cierto sentido, pero prometedora en otros— estaba a punto de caducar. El proyecto era enorme, implicaba mudanzas, cambios radicales, nuevos comienzos. Y aunque en otro tiempo habría corrido hacia esa oportunidad sin dudar, ahora algo dentro de él le exigía una mirada distinta: no debía moverse por impulso, sino por alineación.

Era la primera vez en su vida que entendía lo que significaba esa palabra desde lo espiritual. Antes pensaba que alinearse era simplemente tomar decisiones acertadas. Ahora comprendía que era mucho más profundo: no se trataba de decidir con la mente, sino de coincidir con el propósito que Dios había estado construyendo dentro de él.

Mientras preparaba café, su móvil vibró con una notificación. Era un mensaje de Martín, su amigo de años, el mismo que lo había acompañado en sus noches más oscuras.

—¿Podemos vernos hoy? —decía el texto—. Tengo algo que contarte. Creo que te va a servir.

Daniel sonrió. No sabía por qué, pero sintió que aquello también formaba parte del rompecabezas del día.

Se encontraron en el parque donde solían caminar cuando ambos necesitaban entender algo de la vida. El aire estaba fresco y el cielo tenía ese azul que parece prometer claridad aunque todavía no haya llegado la respuesta.

Martín, con expresión seria, le dijo:

—Hermano, te conozco desde hace años. Y sé que estás en un punto donde todo parece incierto. Pero hoy escuché algo que sentí que era para vos.

Daniel lo miró en silencio. Martín continuó:

—Un pastor dijo: “Hay momentos en los que Dios no mueve las piezas para que suceda algo; mueve tu corazón para que lo que ya estaba listo, por fin te encuentre.”

Y cuando lo dijo, pensé en vos. Siento que lo que estás esperando… ya está preparado desde hace tiempo. Sos vos quien finalmente llegó al lugar interior donde tenías que estar.

Daniel sintió que las palabras se clavaban en él como una llave entrando en la cerradura correcta. Aquello que había sentido al despertar, aquello que la Biblia había insinuado, aquello que en el fondo venía gestándose desde capítulos atrás… cobraba sentido.

—¿Vos decís que… ya es tiempo? —preguntó.

Martín no respondió enseguida. Lo miró como quien observa un amanecer lento, inevitable.

—Yo creo que sí —dijo—. Pero no porque lo diga yo. Porque lo dice tu paz. Vos cambiás cuando Dios te acomoda adentro. Eso es lo que yo veo.

Daniel respiró hondo. Por primera vez en semanas, no sintió el peso de una decisión, sino la libertad de un destino que se estaba revelando.

Mientras caminaban, recordaba los días en los que había sentido que nada tenía sentido. Los momentos de soledad, los silencios donde las oraciones parecían subir al cielo y perderse. Los días en que dudó de sí mismo, de su valor, de su propósito. Y sin embargo, allí estaba: caminando hacia un futuro que no había construido solo, sino con la ayuda invisible que lo sostuvo cuando él ni siquiera podía sostenerse a sí mismo.

Y entonces lo entendió: ese era el instante en que todo se alineaba.

No cuando las circunstancias cambiaban, sino cuando su interior se ordenaba.

No cuando la vida se aclaraba afuera, sino cuando Dios se hacía claro adentro.

La vida no era un rompecabezas donde las piezas externas debían encajar.

Era un rompecabezas interno.

Y Dios lo había estado armando pieza por pieza, aun cuando él no lo notaba.

—Tengo que mostrarte algo —dijo Martín de pronto.

Sacó su teléfono y le enseñó un mensaje que había recibido justo antes de encontrarse con él. Era un anuncio de una empresa buscando a alguien con un perfil muy similar al de Daniel, pero con características aún más alineadas con lo que él había soñado en secreto, esas metas que nunca había contado por miedo a parecer irracional.

Daniel quedó en silencio. La descripción parecía escrita para él.




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