Dios Nunca Falla

CAPÍTULO 17 — Cuando el Cielo Le Cierra una Puerta

Había mañanas en las que Matías despertaba con esa extraña sensación de estar a punto de cruzar un umbral invisible, como si algo en el aire le advirtiera que el rumbo de su vida estaba a punto de virar. Y había otras, como esa, en las que el silencio tenía un peso particular. No era un silencio vacío, sino uno cargado de significado, casi sagrado, como si el cielo hubiera decidido hablar sin palabras.

Los primeros rayos del sol entraban por la ventana, pero él no se levantó enseguida. Se quedó allí, mirando el techo, sintiendo esa presión suave en el pecho que solo aparece cuando algo se aproxima. No sabía qué. No sabía cómo. No sabía por qué. Pero su alma —que ya había aprendido a escuchar— intuía que algo se estaba reacomodando desde lo alto.

Y esa intuición lo inquietaba… pero no lo asustaba.

Había pasado por tantos caminos rotos, tantas noches de confusión, tantos momentos en los que creyó no poder más, que ahora entendía que el cielo rara vez avisa cuando está obrando. Simplemente… obra. Y uno lo descubre después.

Sin embargo, esa mañana algo era distinto.

Muy distinto.

Matías se levantó, preparó un café y se sentó frente a la ventana. Observó cómo el mundo despertaba y cómo la luz se expandía por los tejados. No estaba triste, pero tampoco estaba en paz. Era una mezcla extraña: presentía que algo estaba por cerrarse, pero aún no sabía qué.

Hasta que sonó su teléfono.

Un mensaje.

Uno solo.

Y con pocas palabras.

—“Tenemos que hablar. Hoy.”

El remitente era de su trabajo. Ese mismo trabajo que le había dado estabilidad, ingresos y una rutina predecible, pero también desgaste, ansiedad y una sensación constante de estar ocupando un lugar donde su alma no podía expandirse.

Matías exhaló profundamente. No hizo falta pensar mucho.

Sabía.

Lo supo de inmediato.

El cielo había tomado una decisión antes que él.

El encuentro fue breve, demasiado breve para el peso que cargaba. Lo llamaron a la oficina del director, donde tres sillas, dos miradas tensas y un silencio extraño lo recibieron.

Y entonces se lo dijeron.

No había vueltas, no había explicaciones largas, no había consuelo profesional. Solo hechos.

La empresa iba a reorganizar áreas.

Su puesto sería eliminado.

Su contrato, terminado.

Su presencia, prescindible.

La palabra prescindible le atravesó el pecho como una flecha. No por orgullo, sino porque dolía pensar que años de esfuerzo, horas extras, sacrificios silenciosos y noches enteras de agotamiento pudieran reducirse a una sola palabra tan fría.

Prescindible.

Descartable.

Remplazable.

Y sin embargo…

no lloró.

No se quebró.

No pidió explicaciones.

No suplicó una segunda oportunidad.

Se quedó quieto, respirando hondo, con esa calma extraña que aparece cuando el alma está lista para un cierre que la mente aún no comprende.

Agradeció.

Se levantó.

Salió de la sala.

Y cuando la puerta se cerró detrás de él, sintió algo aún más fuerte:

esa no era la puerta que el cielo le estaba cerrando.

Era su pasado el que estaba terminando de morir.

Esa tarde caminó más de dos horas sin rumbo fijo. Necesitaba aire, movimiento, espacio. Había vivido tantas transformaciones internas en los últimos capítulos de su vida que pensaba que ya estaba preparado para cualquier cosa.

Pero perder su estabilidad —así, de golpe— sacudía sus cimientos.

“Señor… ¿por qué ahora?”, murmuró.

Y el viento, suave, tibio, pareció responderle sin sonido, como si lo acariciara para calmarlo.

Matías se detuvo frente a un parque. Observó a unos niños jugar, a unas parejas caminar de la mano, a un anciano alimentar palomas con una sonrisa pequeña pero luminosa. El mundo seguía, ajeno a su caos. La vida no se detenía porque él sintiera que la tierra se movía bajo sus pies.

Y ahí entendió algo que lo estremeció.

No era el fin.

Era el inicio.

Era una invitación disfrazada de pérdida.

Una puerta que solo se cerraba porque otra —más grande, más profunda, más suya— estaba a punto de abrirse.

Sintió un nudo en la garganta.

Sopló el viento.

Y entonces lo recordó:

“Dios nunca falla.”

Esa noche decidió caminar hasta la iglesia pequeña del barrio, la misma en la que había llorado tantas veces, la misma donde había encontrado consuelo en sus días más oscuros. No siempre había estado llena. A veces solo había silencio. Pero él había aprendido a reconocer que ese silencio no era abandono.

Era presencia.

Entró despacio. La luz tenue de algunas velas llenaba el lugar con un resplandor cálido. No había nadie más. Solo él… y Dios.

Se sentó en la penúltima fila y dejó que sus pensamientos cayeran a los pies del altar, uno por uno, sin filtros.

No habló.

No pidió.

No reclamó.

Solo respiró.

Y en esa respiración se desbordó el oceáno que tenía dentro.

Sintió que algo se rompía, pero no era dolor. Era una liberación suave, casi dulce. Como si por primera vez aceptara por completo lo que el cielo había decidido.

No era una puerta cerrada.

Era una puerta que ya no debía volver a abrir.

Y ahí, en ese momento, lo supo:

El cielo jamás cierra una puerta para castigarte.

La cierra porque te ama demasiado para dejarte quedar donde ya no pertenecés.

Matías inclinó la cabeza y sonrió entre lágrimas.

—Gracias —susurró.

Porque por primera vez, aquel cierre no lo vivía como una pérdida.

Sino como un acto de amor.

Al salir de la iglesia, levantó la vista. El cielo estaba limpio, profundo, lleno de estrellas que brillaban como si quisieran guiárselo. Y en ese mismo instante, sintió algo que no había sentido en mucho tiempo:

Paz.

Una paz verdadera, completa, luminosa.

Una paz que no venía de lo que tenía, sino de lo que era.




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