Dios Nunca Falla

CAPÍTULO 18 — Su Renacer en Medio del Caos

La mañana siguiente a la pérdida de su trabajo no comenzó con un golpe de desesperación como él habría imaginado, sino con una extraña calma. Matías despertó antes de que el sol apareciera, como si algo dentro de él lo hubiera llamado a abrir los ojos incluso antes de que el día lo hiciera. Se incorporó lentamente, y, por un instante, no recordó lo que había pasado. Pero luego la memoria regresó: la puerta cerrada, las decisiones tomadas sin consultarle, la palabra “prescindible” flotando todavía en el aire.

Sin embargo, algo había cambiado. Esa palabra ya no le dolía como el día anterior. Era como si durante la noche su alma hubiera hecho un trabajo silencioso y profundo, acomodando fragmentos que él no sabía que aún estaban sueltos.

Se sentó en la cama y respiró hondo.

Y entonces lo sintió.

El caos ya no era un enemigo.

Era un escenario.

Un terreno fértil.

El lugar donde renacía lo nuevo.

Era extraño sentirse así después de un golpe tan reciente, pero Matías ya había aprendido que nada espiritual seguía las lógicas humanas. Donde la vida veía ruina, Dios veía propósito. Donde uno veía final, Dios veía puerta. Donde uno veía caos, Dios preparaba renacimiento.

Ese pensamiento lo hizo levantarse.

Se preparó un café, se apoyó en la mesada y dejó que el vapor tibio le rozara el rostro. Miró por la ventana, viendo cómo lentamente el cielo comenzaba a encenderse en tonos rosados, dorados, casi sagrados. Y ahí comprendió que el cielo no estaba cerrado para él.

Solo estaba reescribiendo capítulos.

A media mañana decidió salir a caminar. Necesitaba movimiento, aire, horizonte. Cada paso era un diálogo interior, un intercambio silencioso entre él y Dios. No pretendía entenderlo todo. Solo quería mantenerse disponible.

La ciudad seguía su ritmo habitual: autos apresurados, personas conversando con auriculares, perros tirando de sus dueños, bicicletas cruzando esquinas sin mirar. Y él, caminando en medio de ese caos urbano, se daba cuenta de algo poderoso:

El caos no era ausencia de Dios.

Era parte del laboratorio donde Dios formaba nuevas vidas.

Se detuvo en un semáforo y observó los rostros a su alrededor: algunos angustiados, otros indiferentes, otros apurados, otros totalmente desconectados de sí mismos. Y dentro de esa marea humana, él sintió un pequeño destello de gratitud.

Sí, había perdido un empleo.

Sí, había incertidumbre.

Pero había algo aún más grande:

su alma estaba despierta.

Y cuando un alma está despierta, cualquier escenario es un terreno de milagros.

Caminó hasta el parque que solía visitar. No sabía por qué, pero sentía que debía estar ahí. Entró y eligió una banca bajo un árbol enorme, uno de esos que parecen guardar historias y oraciones entre sus raíces.

Se sentó.

Y dejó que su mente y su corazón hablaran sin censura.

El miedo apareció primero.

Miedo a no encontrar un nuevo trabajo.

Miedo a no poder sostener su vida económica.

Miedo a que todo se le complicara.

Luego apareció la duda.

¿Había hecho algo mal?

¿Había ignorado alguna señal?

¿Era esto un castigo?

Pero junto al miedo y la duda, también apareció algo más profundo.

Algo más fuerte.

La fe.

Esa fe que había ido recuperando, no en grandes saltos, sino en pequeños actos del alma: una oración murmurada, un silencio sostenido, una lágrima que limpiaba, un pensamiento que iluminaba. La fe que había vuelto a nacer en él capítulo tras capítulo, como una semilla que había sido enterrada bajo mucho dolor, pero que finalmente había encontrado espacio para crecer.

Mientras estaba ahí sentado, una frase brotó en su interior sin aviso, como si hubiera sido susurrada desde un lugar que no provenía de él:

“No renacés cuando todo está en orden.

Renacés cuando aceptás que el caos también es parte de tu camino.”

Sintió que algo le pinchaba el corazón al escuchar esas palabras internas.

Y entendió:

No estaba viviendo un momento de destrucción.

Estaba viviendo un parto.

Más tarde decidió entrar a una pequeña cafetería que siempre miraba desde afuera pero nunca había visitado. No sabía por qué entró, simplemente sintió que debía hacerlo. Era una de esas corazonadas que ya había aprendido a no ignorar.

El lugar era cálido, lleno de luz natural y con un aroma dulce a pan recién horneado. Pidió un café y se sentó cerca de la ventana. Mientras esperaba, abrió su cuaderno —ese que llevaba meses acompañándolo— y comenzó a escribir sin pensarlo demasiado.

No escribió sobre pérdida.

No escribió sobre angustia.

No escribió sobre incertidumbre.

Escribió sobre propósito.

Sobre luz.

Sobre caminos nuevos.

Sobre lo que estaba dispuesto a soltar y lo que estaba dispuesto a abrazar.

Escribió sobre renacer.

Y allí, en esa mesa, escribió algo que lo estremeció:

“No sé adónde voy, pero sé quién me guía.”

Cerró el cuaderno y apoyó la mano sobre la tapa, como si quisiera sellar esa frase dentro de sí. Era una declaración de fe, simple pero gigantesca. Una decisión. Un acto interno de rendición y confianza.

Mientras pensaba en eso, una mujer que estaba sentada en la mesa de al lado, una señora mayor de mirada dulce, se inclinó un poco hacia él y dijo:

—Perdón que lo moleste, hijo… pero sentí decirle algo.

Matías levantó la vista, sorprendido.

La mujer sonrió, como si la vida le hubiera enseñado a hablar con suavidad incluso cuando lo que tenía para decir era grande.

—A veces —continuó ella— Dios nos permite caer, no para humillarnos, sino para mostrarnos cuánto puede levantarnos si confiamos. Usted tiene algo especial en la mirada. Algo que apenas está despertando. No tenga miedo del caos. Ahí es donde nacen los milagros.

Matías se quedó inmóvil.

Sintió que esa frase atravesaba su alma.




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