El amanecer llegó con una delicadeza extraña, como si el cielo hubiera decidido caminar descalzo para no despertarlo antes de tiempo. Matías abrió los ojos lentamente, y por primera vez en semanas no sintió esa presión en el pecho que lo había acompañado desde que todo empezó a desmoronarse. No había miedo, no había prisa, no había esa inquietud silenciosa que tantas veces se instaló sin pedir permiso.
Había… silencio.
Un silencio vivo.
Un silencio bueno.
Se incorporó despacio, como si despertara en un mundo donde todo estaba recién hecho. Y mientras se sentaba al borde de la cama, sintió algo que no sabía explicar: una presencia ligera, tibia, como si alguien hubiera pasado una mano invisible por encima de su hombro.
No era imaginación.
No era sugestión.
Era… compañía.
La habitación estaba quieta, pero él sabía que no estaba solo.
Matías respiró hondo y cerró los ojos un instante. Lo que sintió no era una voz, sino algo más sutil: un susurro. No en sus oídos, sino en su interior. Un impulso, una caricia del alma, un pensamiento lleno de paz que no parecía provenir de él.
Y ese susurro decía:
“Estoy acá.”
Dos palabras.
Dos palabras que desarmaron todos sus miedos acumulados.
Se quedó quieto varios segundos, sin necesidad de hablar. No tenía preguntas esta vez. No tenía reclamos. No tenía urgencias. Solo tenía esa sensación profunda de ser sostenido desde un lugar que ninguna persona podía alcanzar.
El susurro continuó, no con palabras, sino con presencia. Y en esa presencia Matías sintió algo aún más fuerte: una certeza que lo atravesó por completo.
No había llegado al final.
Estaba siendo guiado.
Con una suavidad que él nunca había sentido antes.
El día comenzó con calma. Se preparó el desayuno y se sentó frente a la ventana, como hacía a menudo, pero esta vez el paisaje parecía diferente. El mismo cielo. Las mismas casas. Los mismos árboles. Pero él ya no era el mismo.
El susurro seguía allí.
No como una voz constante, sino como una sensación de apoyo interno. Como si cada pensamiento negativo que intentaba nacer fuera suavemente desactivado por algo más grande.
Mientras tomaba su café, recordó los capítulos de su vida reciente: la caída, la soledad, la búsqueda, la voz que lo levantó del polvo, la puerta que se cerró, el renacer en medio del caos. Cada capítulo, aunque doloroso, lo había traído hasta ese momento.
Hasta el capítulo donde ya no tenía que esforzarse para escuchar a Dios.
Porque ahora… Dios estaba sosteniéndolo.
No era él buscándolo desesperadamente.
Era Dios abrazándolo en silencio.
Decidió salir a caminar. El aire fresco de la mañana le limpió los pensamientos. Las calles estaban tranquilas, como si el día también estuviera recién despertando. Caminó sin rumbo fijo, permitiendo que sus pasos fueran llevados por esa guía silenciosa.
A lo largo de esa caminata sintió que algo dentro de él se aflojaba. Tensiones antiguas. Culpa acumulada. Miedos que venían de años atrás. Todo se iba disolviendo en una calma que no podía explicar.
Fue entonces cuando pasó frente a una plaza donde un hombre mayor alimentaba palomas. El anciano lo miró y le sonrió, con esa serenidad que tienen quienes ya han hecho las paces con su vida.
Matías devolvió la sonrisa. No había necesidad de palabras entre ellos.
Pero el anciano, como si hubiera leído algo en sus ojos, le dijo en voz baja:
—A veces el cielo no grita… susurra. Y el que aprende a escuchar esos susurros nunca más vuelve a perderse.
Matías se quedó inmóvil.
Sintió un latido fuerte en el pecho.
No era coincidencia.
No podía serlo.
Ese hombre no sabía nada de él.
Pero había dicho exactamente lo que Matías necesitaba oír.
El susurro volvió:
“Estoy acá.”
Y con esa confirmación silenciosa, Matías continuó caminando, ahora con lágrimas que no eran de dolor, sino de certeza.
Al llegar al parque, encontró un banco vacío bajo un árbol frondoso. Se sentó allí y dejó que el viento jugara con su cabello. Cerró los ojos. No quería pensar, quería sentir. Sentir esa presencia que lo había acompañado desde que despertó.
Su respiración se volvió lenta, profunda.
El susurro volvió a hacerse presente.
No con frases, sino con una energía suave que le envolvía el corazón.
Y entonces, sin planearlo, comenzó a hablar en voz baja:
—No sé adónde me estás llevando… pero voy. No sé qué querés de mí… pero estoy dispuesto. No sé cómo será lo que viene… pero confío. Y gracias, Señor, gracias por este susurro que no me deja caer.
Una brisa cálida lo rodeó, como si el viento hubiera entendido sus palabras. El susurro interior se expandió, llenándolo de una paz extraña y hermosa.
Era como si Dios hubiera apoyado su mano sobre su hombro y le hubiera dicho sin palabras:
“Seguí. Estoy con vos.”
Durante la tarde, volvió a su casa y sintió un impulso inesperado: abrir una carpeta que tenía guardada desde hacía meses. Era un proyecto que había comenzado mucho tiempo atrás, cuando soñaba con emprender algo propio, algo que tuviera un propósito más grande que un simple trabajo.
Lo había abandonado porque la vida lo había desbordado.
Pero ahora, al abrirlo, sintió que su corazón latía distinto.
Era una idea que tenía que ver con ayudar a otros.
Con acompañar a quienes estaban en situaciones similares a las que él había vivido.
Con ser puente, ser luz, ser palabra.
Mientras leía sus notas antiguas, el susurro volvió.
Y esta vez sí tenía forma de frase:
“Esto es lo tuyo.”
Matías se quedó paralizado por un segundo.
El pecho le vibró.
El alma le respondió.
Lo supo de inmediato: esa frase no venía de él.
Era la confirmación que había esperado por años.
Era la señal final.
Era la voz suave que alineaba todo lo que estaba dentro de él.
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Editado: 24.11.2025