Dios Nunca Falla

CAPÍTULO 20 — Cuando Comprende que Nunca Está Solo

El amanecer que marcaba el comienzo del último capítulo de su historia no llegó con estridencias, ni con rayos que partieran el cielo en dos. Llegó con suavidad, con un tono dorado que parecía haber sido pensado especialmente para él. Matías abrió los ojos y, por primera vez en mucho tiempo, no sintió la necesidad de correr hacia ninguna parte.

Ese día tenía un sabor distinto.

Era como si su alma supiera lo que estaba a punto de comprender…

como si el cielo entero estuviera conteniendo la respiración, esperando ese instante que cambiaría su vida para siempre.

Se incorporó lentamente, apoyando los pies en el suelo. Sintió una corriente cálida recorrerle el cuerpo, pero no sabía si provenía de la luz que entraba por la ventana… o de algo más profundo.

Ese día, más que nunca, sintió que no estaba solo.

Mientras preparaba el desayuno, pensó en su pasado reciente: los días oscuros, las pérdidas, el miedo, la incertidumbre, los silencios… y luego la voz, los susurros, las señales, los renacimientos, las puertas cerradas que lo habían guiado hacia mejores caminos.

Todo encajaba, incluso aquello que un día maldijo.

—Si hubiera sabido que esto era parte del plan… —murmuró, removiendo el café—. Pero no lo sabía… y sin embargo, Él sí.

Sonrió.

Esa sonrisa que nace cuando uno se da cuenta de que, aunque la vida haya sido dura, Dios fue bueno todo el tiempo.

Era momento de dar el paso final.

De cerrar un ciclo.

De abrir otro.

Ese día sería el día en que Matías comprendería la verdad más grande de todas:

que nunca había estado solo.

Ni por un segundo.

Decidió salir. El aire fresco de la mañana le llenó los pulmones y lo hizo sentir despierto de una forma completamente nueva. Los pájaros cantaban como si celebraran algo que él todavía no podía explicar con palabras.

Caminó sin rumbo, guiado únicamente por esa sensación interna que había aprendido a reconocer como una dirección divina.

Cada paso que daba era liviano, como si ya no cargara con los pesos que antes lo hacían caminar encorvado.

Ahora se movía distinto.

Había algo que quería llevarlo hacia un lugar.

No sabía cuál.

Pero confiaba.

Después de unos veinte minutos de caminar, llegó a la colina donde solía detenerse cuando necesitaba pensar. Desde allí podía verse la ciudad completa, los techos, los árboles, la vida misma desplegada como un mapa silencioso.

Se sentó sobre la hierba húmeda y respiró profundamente.

El viento sopló.

Suavemente.

Como si quisiera avisarle que prestara atención.

Y entonces, ocurrió.

No hubo truenos.

No hubo visiones.

No hubo voces audibles.

Hubo… presencia.

Una presencia que no se parecía a nada de este mundo.

Una presencia que no venía de afuera, sino desde un punto exacto entre su pecho y su alma.

Una presencia tan inmensa que lo hizo temblar, pero tan amorosa que lo hizo llorar.

Matías cerró los ojos.

El susurro llegó.

Pero esta vez no fue suave.

Fue claro.

Definido.

Profundo.

“¿Por qué dudaste tanto tiempo?”

Matías apretó los párpados.

Las lágrimas le ardían, pero no de tristeza.

Era como si algo dentro de él se estuviera rompiendo para siempre: esa vieja herida, esa sensación de abandono, ese miedo de sentirse olvidado por Dios.

Titubeó.

No sabía si debía hablar o solo escuchar.

Pero su corazón respondió:

—Porque me sentía solo.

El viento se detuvo por un instante.

El mundo entero pareció guardar silencio.

Y entonces el susurro habló de nuevo:

“Nunca estuviste solo.

Ni cuando lloraste.

Ni cuando caíste.

Ni cuando gritaste en silencio.

Ni cuando pensaste que ya no podías más.

Yo estaba ahí.”

Matías llevó una mano a su pecho.

Le ardía.

Le ardía como si un fuego sagrado estuviera limpiando cada rincón de su alma.

—Perdoname —murmuró, temblando—. No supe verlo.

El susurro se volvió cálido.

Tierno.

Infinito.

“Yo no te pido que entiendas todo.

Solo que confíes.”

Matías bajó la cabeza, sollozando.

No porque estuviera triste, sino porque algo dentro de él por fin se rendía.

Ya no quería controlar.

Ya no quería predecir.

Ya no quería luchar solo contra gigantes invisibles.

Ese era el final de una batalla interna que había durado años.

Y también…

era el comienzo de una nueva forma de vivir.

El susurro se mantuvo a su lado mientras él respiraba, mientras lloraba, mientras dejaba ir todo aquello que lo había sostenido en un estado de supervivencia. Era como si Dios mismo estuviera presenciando su liberación.

Cuando Matías finalmente levantó la cabeza, el cielo estaba más azul que nunca.

Y entonces comprendió algo.

Algo que no había podido ver antes.

Algo que cambiaría su manera de caminar el mundo.

Él no era un sobreviviente.

Era un guiado.

Un acompañado.

Un protegido.

Era un hijo de Dios que jamás había sido abandonado.

Y por primera vez, esa verdad no era una frase bonita para inspirar a otros…

era una convicción profunda, grabada a fuego en su espíritu.

Matías se puso de pie.

Miró la ciudad.

Miró el cielo.

Miró su propia vida como quien contempla un libro completo, con aciertos, errores, pérdidas, milagros y capítulos que parecían imposibles.

Todo tenía sentido ahora.

Incluso lo que lo había hecho llorar.

Incluso lo que había dolido tanto.

Porque cada pieza había sido colocada por una mano más sabia que la suya.

Una mano que nunca se alejó.

El susurro volvió, ahora tan suave que parecía un abrazo:

“Lo que viene será mejor.”

Matías sonrió con una paz que nunca antes había sentido.

—Lo sé —respondió—. Ahora lo sé.

Cuando regresó a su casa, tomó la carpeta del proyecto que había reactivado en días anteriores. Esa carpeta que representaba su llamado, su propósito, su contribución.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.