El silencio de la noche envolvía el mundo con una calma que no exigía nada. Era un silencio distinto, casi sagrado, como si quisiera proteger el cierre de una historia que había atravesado sombras, heridas, búsquedas, señales, renacimientos y milagros.
Matías estaba sentado frente a la ventana, con la luz tenue iluminando solo una parte de su rostro. Había pasado semanas reconstruyendo su vida desde adentro, sintiendo cómo cada día una pieza nueva aparecía en su lugar, sin apuro, sin ansiedad, sin vacío.
Todo tenía un ritmo más suave, más sabio, más verdadero.
Mientras observaba la ciudad dormida, se dio cuenta de algo hermoso:
no necesitaba que nada extraordinario ocurriera ya.
El milagro más grande había sucedido.
Había descubierto quién caminaba con él.
No importaba si el mundo seguía complicado, si los días traían desafíos o si ciertas preguntas seguían sin respuesta.
Por primera vez, todo eso no lo inquietaba.
Porque ahora sabía —con una certeza que no se movía aunque soplara el viento más fuerte— que Dios estaba ahí.
No delante para empujarlo.
No detrás para impulsarlo.
No arriba para vigilarlo.
Sino al lado, como un compañero eterno.
A veces pensaba en su pasado, en las noches en que creyó que no habría amanecer posible.
Pero ya no le dolía.
Ahora esas memorias brillaban de otra forma.
Eran capítulos necesarios, páginas imperfectas que el Autor Supremo había transformado en un testimonio de gracia.
Todo lo que vivió, incluso lo que jamás hubiera elegido, se había convertido en un mapa silencioso que lo condujo a esta verdad final:
Nunca estuvo solo.
Nunca caminó sin guía.
Nunca fue olvidado.
Y si Dios no lo había soltado cuando su alma estaba rota, menos lo haría ahora que había aprendido a escuchar Su voz y confiar.
Matías tomó aire profundamente.
Había un peso nuevo en su espíritu, pero no era carga.
Era misión.
La misión de vivir desde la certeza de que Dios caminaba con él.
De compartir luz donde antes compartió miedo.
De recordarles a otros lo que él mismo tardó tanto en comprender:
Lo que parece final, muchas veces es un comienzo escrito por una mano que ve más lejos.
Se levantó y se acercó a su escritorio.
Allí, en el centro, estaba el cuaderno donde había escrito todo lo que Dios le había revelado durante aquellos meses de proceso.
Ese cuaderno no solo contenía palabras; contenía vida, victoria, heridas sanadas y promesas cumplidas.
Pasó una mano sobre la tapa y sonrió.
—Gracias… —susurró—. Por no soltarme jamás.
La brisa nocturna entró por la ventana con un movimiento suave, cálido, casi humano. Parecía un abrazo, una caricia divina, una confirmación silenciosa.
Era como si Dios respondiera sin palabras:
“Y nunca te soltaré.”
Matías apagó la luz y se encaminó hacia su habitación.
La noche no le generaba miedo.
La oscuridad ya no era amenaza.
Porque donde antes había vacío, ahora había Presencia.
Donde antes había incertidumbre, ahora había guía.
Donde antes había soledad, ahora había comunión.
Y mientras se acostaba, comprendió que este final no era un cierre…
sino la inauguración de una vida completamente nueva.
La vida de alguien que camina con la convicción más poderosa que un ser humano puede tener:
Dios nunca falla.
Dios nunca abandona.
Dios nunca se va.
Y así terminó su historia.
O tal vez… apenas comenzaba.
Porque la vida del que descubre que Dios está con él,
jamás vuelve a ser la misma.
#172 en Paranormal
#61 en Mística
#1119 en Novela contemporánea
autoayuda, reflexiones profundas, superacionpersonalyrenacimientointerior
Editado: 24.11.2025