Capítulo 1: El despertar divino
En el vasto universo, en lo más profundo de los cielos, en un lugar más allá de la comprensión humana, Dios yacía en un sueño profundo, ajeno al sufrimiento que plagaba a su creación. Sin embargo, en aquel día particular, algo cambió en la tranquilidad de su descanso eterno.
Un susurro suave y melancólico se deslizó por el aire, penetrando en los oídos divinos. Era el llanto de un niño, un llanto que resonaba en el corazón de Dios y lo hacía despertar de su letargo. Sus ojos se abrieron lentamente, llenos de asombro y pesar.
Dios se encontraba en un lugar celestial, rodeado de nubes de algodón y una luz resplandeciente. Su figura era imponente, sus rasgos divinos reflejaban sabiduría y compasión. Sin embargo, en ese momento, sus ojos revelaban una tristeza indescriptible.
El llanto del niño, que aún resonaba en sus oídos, despertó en Dios una profunda empatía. Con cada lágrima derramada, sentía cómo su propio corazón se llenaba de dolor. Comprendió en ese instante el sufrimiento y la fragilidad de sus creaciones.
Intrigado y conmovido, Dios decidió emprender un viaje a través de los mundos para descubrir la raíz de tanto dolor. Abandonó su morada celestial y se adentró en los confines del universo, dejando atrás su trono dorado y su divinidad inmutable.
En su travesía, Dios presenció innumerables tragedias. Vio guerras despiadadas, donde hermanos luchaban contra hermanos sin piedad. Observó cómo el hambre y la enfermedad diezmaban a los más débiles, mientras los poderosos vivían en la opulencia. Presenció la pérdida, el dolor y la desesperación en los ojos de aquellos que habían perdido todo.
Cada experiencia dejaba una marca indeleble en el corazón de Dios. Sus lágrimas se mezclaban con las de sus hijos, mientras él se sumergía en el sufrimiento de la humanidad. Ya no era solo el Creador imparcial y omnipotente, sino alguien que entendía el dolor como nadie más.
Sin embargo, a medida que Dios se sumergía más en el sufrimiento humano, también encontraba destellos de esperanza y amor. Vio a personas valientes levantarse contra la injusticia, extendiendo una mano amiga a los necesitados. Presenció actos de bondad y compasión que le recordaron la grandeza de su creación.
Fue durante uno de estos momentos de esperanza, cuando Dios decidió que no podía permanecer indiferente ante el sufrimiento. Comprendió que su papel como Creador no se limitaba a observar desde lejos, sino a intervenir y guiar a sus hijos hacia un camino de amor y redención.
Con el corazón lleno de propósito, Dios regresó a su morada celestial, pero esta vez con una determinación renovada. Se sentó en su trono y miró a la humanidad con ojos compasivos. Sabía que no podía eliminar todo el sufrimiento, pero estaba dispuesto a ofrecer su amor y consuelo a aquellos que lo necesitaban.
Desde entonces, Dios también llora. Sus lágrimas son una expresión de su infinito amor por la humanidad y su deseo de aliviar el dolor. Aunque no puede cambiar el curso de la historia, está ahí para consolar, guiar y dar esperanza a aquellos que buscan su presencia.
El despertar divino fue solo el comienzo de una historia que revela el lado más humano de Dios. A través de sus lágrimas, podemos encontrar consuelo en nuestras propias penas y recordar que no estamos solos en nuestras dificultades. Dios también llora, y en su llanto, encontramos el amor y la misericordia que nos ayuda a seguir adelante.
Capítulo 2: Un llanto celestial
El despertar divino había marcado un antes y un después en la vida de Dios. Desde aquel momento, su corazón estaba lleno de compasión y empatía hacia la humanidad. Su propósito era claro: aliviar el sufrimiento y ofrecer consuelo a aquellos que lo necesitaban.
En el segundo capítulo de "Dios También Llora", nos adentramos en la historia de un llanto celestial. Un llanto que no provenía de los seres humanos, sino de las mismas entrañas del Creador. Dios lloraba por cada lágrima derramada en la Tierra, por cada injusticia cometida y por cada dolor que sus hijos experimentaban.
Desde su trono celestial, Dios observaba con tristeza las vidas de los mortales. Veía a los niños sufriendo en medio de la pobreza, a las madres llorando la pérdida de sus seres queridos, a los hombres desesperados por encontrar un propósito en medio del caos. Su llanto se mezclaba con el de aquellos que se sentían abandonados y desamparados.
Un día, mientras Dios contemplaba el mundo desde lo alto, una joven llamada Ana se encontraba en su habitación. Ana había vivido una vida marcada por el dolor y la desesperanza. Había perdido a sus padres en un accidente automovilístico y se había criado en un orfanato. A pesar de su situación, Ana siempre mantuvo la esperanza de un futuro mejor.
Esa noche, mientras Ana se encontraba sola en su habitación, luchando contra las lágrimas que amenazaban con desbordarse, algo extraordinario sucedió. Un rayo de luz se filtró por la ventana y una melodía celestial llenó la habitación. Ana, sorprendida y asombrada, se levantó de la cama y siguió el sonido hasta el jardín trasero de su casa.
Allí, en medio de un círculo de flores resplandecientes, se encontraba Dios. Su figura era majestuosa y su presencia irradiaba amor y ternura. Ana cayó de rodillas, incapaz de contener su asombro y gratitud. Sabía que estaba ante algo celestial, algo que iba más allá de su comprensión humana.
Dios la miró con ojos compasivos y extendió una mano hacia ella. Ana sabía que estaba frente a la divinidad misma, y en ese momento, todas sus penas y tristezas parecieron desvanecerse. Dios habló con una voz suave y reconfortante, llenando el corazón de Ana de paz y esperanza.
"Ana, hija mía, vengo a ti para ofrecerte consuelo en medio de tus penas", dijo Dios. "Sé que has sufrido mucho, pero quiero que sepas que no estás sola. Estoy aquí contigo, llorando tus lágrimas y sosteniéndote en cada paso del camino".
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Editado: 27.02.2024