MALÍ
El ensordecedor estruendo producido por las cuernos de alerta de los vigías en las atalayas resonaba con gran eco en toda la ciudad. A lo lejos, por el oeste, se podía ver desde la torre más alta de la muralla una espesa niebla, oscura en extremo, niebla negra como la misma oscuridad que se levantaba como una polvareda producida por el galopar de millares de caballos corriendo a la batalla arrancando la tierra del suelo con sus cascos y mandandola a volar por los aires.
Que un innumerable ejército se acercara con el propósito de invasión hubiese sido mejor destino para los habitantes de la ciudad, pero no era el trotar de un ejército al galope el responsable de aquella nube.
—¿Estás preparado, Malí? —preguntó su compañero sacándolo de inmediato de su asombro.
—Es mucho más funesta de lo que dicen las historias —respondió recostándose sobre las piedras de la torre con la intención de ver con mayor claridad.
—Ya... —replicó su compañero cruzándose de brazos—, pero la verdad es que nadie ha sobrevivido a esa cosa. Ni siquiera sabemos que es lo que trae consigo.
El sonido de los cuernos no paraba de escucharse, a cada segundo que pasaba parecía incluso que incrementaba su intensidad.
—No me puedo quedar aquí —repuso Malí volviéndose hacia su compañero.
—Somos la defensa de la ciudad —objetó—, si nosotros retrocedemos ¿qué destino pueden esperar los ciudadanos?
—¡No voy a dejar a Klei sola mientras el mundo se va a la mierda! —exclamó Malí con gran seguridad—, si hoy vamos a morir todos entonces moriré junto a ella.
Su compañero lo pensó por un largo momento.
—Ve —respondió al fin—, yo te cubro la espalda.
Malí sonrió y le abrazo
—Gracias, te debo una.
—Si hoy es nuestro último día no me vas a deber nada.
Después de eso se separaron. Malí bajó de los muros y corrió, corrió como si su vida dependiera de ello, no, como si lo hiciera la vida de su hija, y quizá así era.
Las calles estaban llenas de personas saliendo de los edificios, dejando sus casas con motivo de no regresar nunca más. Salían con carretas llenas. No querían huir de la ciudad, querían abandonarla por completo.
La calle principal estaba atestada de aquella carabana que buscaba salir antes de que la niebla llegase, pero no lo iban a conseguir y Malí lo sabía, después de todo él había visto con sus ojos la velocidad y el ímpetu con que dicha oscuridad se acercaba a los muros. No lo lograrían, ni ellos, ni él, ni su hija, al menos no solos.
Corría, jadeando, con el corazón apunto de estallar en su pecho y sus piernas próximas a quebrarse, aún con todo no se detenía. El sudor corría por su rostro. La idea de soltar la espada envainada en su cintura y quitarse esa pesada armadura pasó muchas veces por su mente, pero no la llevó a cabo. Presentía que más tarde las iba a necesitar.
Finalmente llegó al edificio. Prefirió usar las escaleras; sentía que así llegaría más rápido, abrió la puerta del apartamento y ahí estaba, junto a la ventana con la mirada fija en las calles.
—Corazón —dijo cuando sus latidos amainaron—, ¿qué miras allá afuera?
—¿Qué está pasando, papá? —preguntó la niña— Desde que ese horrible sonido comenzó las personas lo único que hacen es correr se un lado a otro asustadas. Mís oídos se están cansado —dijo volviendo la mirada hacia su padre.
—No pasa nada —afirmó con un nudo en la garganta, no quería mentirle a su hija—, pero tenemos que irnos cuanto antes. Vamos a estar bien, te lo prometo —dijo acariciándole el rojo cabello y tomándola de las manos.
—¿Es un asedio? —inquirió preocupada.
Mali se levantó del suelo sin soltarle las manos
—Ojalá lo fuera —aceptó finalmente.
Ambos bajaron del edificio, esta vez por el elevador. Las personas seguían corriendo con sus familias de un lado a otro mientras el estrépito de los cuernos no cesaba.
Avanzaron un par de calles antes que todo oscureciera, aún siendo medio día no podía verse más de un par de metros adelante. Los cuernos dejaron de sonar, la ciudad entera entró en un silencio desolador. Malí y Klei se detuvieron; era imposible avanzar si no sabían a dónde irían.