Dioses de piedra y filo

Capítulo 7: Víctor

Siento que el aire que entra en mis pulmones no es suficiente. Llevo demasiado tiempo corriendo. Fui un estúpido, me he confiado y ahora estoy como estoy.

Anoche me quedé dormido, pensé que podía, que ya no había nadie ni nada lo suficientemente cerca de mí como para hacerme daño. En cuanto me di cuenta un rugido me despertó como tantas otras veces y no pude ni fijarme en lo que me perseguía por la oscuridad que reinaba en la noche. Ahora sé cómo es la criatura que quiere alcanzarme porque ya ha salido el sol.

Oigo sus pisadas detrás de mi espalda. Giro mi cabeza para ver si lo tengo tan cerca como me parece. Para cuando me doy cuenta caigo y estoy con el culo en el suelo. Lo miro para comprobar mis sospechas. Esa cosa está jodidamente cerca. Lo tengo en la chepa. Veo en la dirección de mis pies y descubro a la culpable de mi caída. Me he tropezado con una maldita piedra. La cosa levanta su maza medieval e intenta darme. Antes de que eso suceda soy capaz de rodar sobre mi costado derecho para esquivar su golpe. Es grande. Es grande y torpe. Gracias al mucho tiempo que invierte en alzar su arma otra vez me estiro para coger la misma piedra con la que me he tropezado. Sé que no voy a poder matarlo aunque le atice en la cabeza con ella, así que me centro en debilitarlo. Le asesto una pedrada en uno de sus gigantescos pies desnudos. Esa cosa ruge y yo aprovecho para huir de nuevo. La diferencia es que sí que corro sin ver atrás para evitar caerme. Voy dando bandazos intentando darle esquinazo, pero se me hace imposible. De un momento a otro se oye el sonido que hacen los muros cuando escupen a una de sus criaturas. Es como si el hormigón se abriera en torno a ellas para dejarlas pasar de un punto a otro. Los pisotones dejan de sonar contra el suelo de tierra. Lo que se oye ahora me evoca al ruido que hacía mi madre cuando sacrificaba un conejo. Cuando metía la mano dentro del animal. Cuando lo destripaba. Cuando los pequeños órganos colgaban entre sus dedos. Cuando tiraba las vísceras a los perros. Cuando ellos se abalanzaban sobre el montón ensangrentado. Cuando las devoraban sin contemplaciones. Giro de forma brusca hacia la derecha para ocultarme tras uno de los muros y me asomo para ver lo que sucede. Me quedo estupefacto al ver que hay algo peludo sobre lo que me perseguía. Parece un gato grande, como esos que nos enseñan en la academia, a pesar de que nadie veía ninguno desde que nos dejaron en La Fosa. Creo que se llama ligre, o pigre, algo así. Tigre, eso. Lo cierto es que es mucho más grande de lo que me dijeron que era. Me cuesta diferenciar las rayas de su pelaje por las manchas de sangre. Sangre morada. De todas las veces que me he encontrado con una criatura como la que me ha perseguido hasta hace un momento, nunca lo había visto sangrar. Así que entendedme, es normal que me sorprenda. 

A lo largo del tiempo que llevo aquí, que no sé cuánto es exactamente, muchos seres extraños y monstruos han intentado matarme, comerme o algo por el estilo. Las primeras ocasiones no los mataba por nada del mundo, pero eso fue cambiando conforme me iba enfrentando a cada uno de ellos. 

El tigre levanta el hocico de lo que queda de mi perseguidor. Me ha descubierto. Esta vez no tengo tiempo de escapar, ataca demasiado deprisa. Salta encima de mí y me derriba. Clava sus garras en mi pecho y hombros. No siento dolor. Acerca sus fauces a mi rostro, pero le doy un golpe en el ojo y queda aturdido. No me lo pienso. Me arrastro para llegar a la maza, tiene pinchos de hierro en la punta. De algo servirá, ¿no? Que de vez en cuando mate a las cosas que me atacan no significa que me guste hacerlo, ni que no prefiera dejarlas con vida. Pero en el laberinto son ellas o yo. Y este, seguro que es uno de esos casos.

Yo no tardo tanto como su antiguo dueño en levantar el arma. Le asesto varios golpes sin pretender darle de lleno. Primero voy a intentar que se marche. Me acerco y le doy en una de las patas. Le ha dolido un poco, sin embargo, no se va. Repito la operación dándole un poco más fuerte y recibo el mismo resultado. En ese momento una parte de mí se rompe porque sé que voy a tener que causarle daño. Y de paso también a mí. Tengo que volver a matar. 

El animal y yo damos vueltas con la maza de por medio hasta que él se decide a atacar de nuevo. Fijo la mirada en mi objetivo, levanto mi arma y, mientras miro para otro lado, le doy un golpe seco en la cabeza. Siento cómo su sangre caliente me salpica la cara. Sigo sin mirar al felino. Cierro los ojos con fuerza para evitar derramar unas lágrimas que terminan por desobedecerme. Otro pedacito de mí se ha ido. 

Ahora la adrenalina se va y el dolor llega a mí. Por fin soy consciente de las heridas que me ha provocado el tigre. Tienen una pinta horrible.

Apoyo mi frente en la pared que estaba a mis espaldas. Me permito tomar aire unos instantes. Después de un rato consigo tranquilizarme. Me doy la vuelta y, con la columna pegada al hormigón, me deslizo hasta quedarme sentado en el suelo. Levanto la cabeza. Veo el cadáver. Luego, observo el muro de enfrente. La sangre empapa las dos paredes a pesar de lo separadas que están y resalta el relieve de un grabado en la que está delante de mí. Haciendo fuerza con las manos consigo ponerme de pie. A medida que me aproximo al dibujo lo voy recordando. Cuando llego a él le paso una mano por encima y confirmo mis sospechas. Es una cosa tonta, ridícula, un monigote que me representa a mí, o al menos eso es lo que se intentó. Este grabado lo hice yo.

A lo largo de toda mi infancia mis padres siempre me advirtieron que no me adentrara tanto en el laberinto, que era peligroso, pero no les creí y ahora me alegro de no haberlo hecho. En una ocasión me adentré justo hasta donde estoy en este momento. Entonces me fui rápido de aquí, sin embargo, recuerdo que lo de dibujar en las paredes no era algo esporádico. Yo mismo dejé marcados estos muros por todos lados.

Una ola de felicidad me sacude, casi estoy en casa. Por fin. Por fin. Por fin. Siento alivio y todo mi cuerpo se relaja. Comienzo a caminar de nuevo. Pasado un largo rato giro a la izquierda en una esquina al ver el dibujo de un árbol, recuerdo que ese día nos enseñaron cómo eran en la escuela. Quince metros más adelante se encuentra la entrada al laberinto, salida en mi caso. Al atravesar el hueco me doy cuenta de que toda la calle está abarrotada, hace mucho que no paso por la ciudad, pero no es normal que haya tanta gente fuera de sus casas al mismo tiempo. La primera casa que hay al entrar en La Fosa es la de mis padres, en la primera planta estaba, y según veo sigue estando, la herrería de mi padre. Ver mi hogar después de no sé cuánto tiempo me genera emoción y ternura. Sigo caminando y en cuanto estoy a tres metros del gentío empiezo a gritar para que se fijen en mí para que alguien pueda ayudarme con mis heridas.



#4357 en Fantasía

En el texto hay: brujas, hadas, laberinto

Editado: 02.10.2023

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