En un principio sólo existía el vacío. No había océano que ocupara su vasto imperio, ni árbol que levantase sus ramas o hundiera sus raíces. Más al norte allá donde el abismo, se formó una región de nubes y sombras llamadas Niflheim. En el sur se formó la tierra del fuego, Muspellsheim. Los doce ríos de pura agua glacial que transcurrían desde Niflheim hasta encontrarse con los correspondientes de Muspellsheim llevaban amargo veneno y pronto se solidificaron. Cuando las heladas aguas del norte tocaron sus rígidos cuerpos serpentinos, el abismo se llenó de gélida escarcha. Con el aire cálido que soplaba desde el sur empezó a derretir la escarcha y de las amorfas aguas surgió Ymir, un gigante de escarcha, el primero de todos los seres vivientes.
Como principal representante de los gigantes, Ymir encabezó su bando en el inevitable enfrentamiento con Odín, Vili y Ve. La guerra fue larga y difícil, y no terminó hasta que éstos últimos lograron derribarle y matarle. Al desangrarse, el gigante ahogó a toda su familia excepto al más joven de entre ellos, Bergelmir (el vociferante rocoso), quien, nadando entre las olas de espesa sanguinolencia, logró ponerse a salvo, y, con él, a su mujer. De esta última pareja de gigantes descienden los ogros, trolls y orcos diversos que pueblan las montañas. Para festejar su victoria, y para aprovechar los restos de Ymir en un universo donde no existe la basura porque nada se desprecia, Odín y sus hermanos se dedicaron a descuartizar, acuchillar y moldear los trozos del cadáver con objeto de crear la tierra. No es ésta, ni mucho menos, la única mitología que explica la construcción del mundo a partir del desmembramiento de un ser colosal. Sin embargo, resulta muy explícita al describir el proceso.
Creación de la Tierra
Con la carne de Ymir, los hijos de Bor crearon colinas, llanuras y estepas, así como las cuencas de los ríos, los mares y los lagos. Con su sangre, llenaron estas cuencas. Con sus dientes y sus huesos, fabricaron rocas y montañas. Con su pelo, los árboles y los arbustos.
Finalizadas las primeras tareas, se sorprendieron al ver surgir del interior de la tierra una raza nueva, la de los enanos, que según los antiguos escaldos se podría decir que nació por «generación espontánea», apareciendo sobre la faz del joven mundo «igual que los gusanos salen de dentro de los cadáveres corruptos». Odín y sus hermanos los utilizaron para proseguir su obra.
Muerte de Ymir
Creación del Cielo
Por ejemplo, hasta entonces no habían podido resolver el problema de cómo sujetar la cúpula del firmamento, que no era otra cosa que el cráneo de Ymir, pero con la llegada de los enanos escogieron a cuatro de ellos y apostaron a cada uno en sendas esquinas del mundo para sujetar la nueva bóveda celeste. En agradecimiento por su ayuda, recibieron los nombres de las cuatro direcciones: norte, sur, este y oeste (es interesante constatar que el enano del este se llamaba Austri, lo que nos remite inevitablemente a Austria, que, en alemán, se dice Ósterreich, o el Reino del Este. Para la comunidad germánica, Austria nunca fue un país diferente sino una parte de sí misma. Más tarde, Odín convenció a un gigante para que se apostara, transformado en águila, en una de estas esquinas y, batiendo sus alas, creara los vientos. Con las corrientes de aire se desparramaron los sesos de Ymir, que de esta forma se transformaron en las nubes.
A fin de iluminar el cielo, los dioses recogieron un puñado de cenizas y chispas provenientes de Muspellheim y las depositaron en lo más alto, donde se convirtieron en lo que luego los hombres llamaron estrellas. Pero no bastaba con ellas. Había que buscar una forma de iluminar mejor el mundo en construcción…
Creación del Día y la Noche
Los hijos de Bor se fijaron entonces en la bella hija de uno de los primeros gigantes. Se llamaba Noche y tenía la tez oscura y el cabello negro. Noche había disfrutado de tres amantes pero sólo llegó a parir un hijo del último de ellos, Delling (Albo), de rubio cabello y apariencia brillante. Este hijo, al que llamó Día, había salido a la rama paterna: hermoso y de melena dorada. Los dioses pensaron que nadie mejor que madre e hijo para alumbrar su creación y les ofrecieron el honor de regir cada jornada. Así, durante doce horas, Noche recorrería los cielos a bordo de su carro celeste, tirado por dos caballos al galope, y, durante otras doce, Día haría lo propio. Para los nórdicos, igual que para los célticos, el tiempo se contaba al revés de lo que hacemos en la actualidad: la noche precedía siempre al día. Y también de la misma forma que para ellos, el sol era una diosa femenina y la luna un dios masculino (aún hoy, en alemán, se traduce die Sonne, la Sol, y der Morid, el Luna…). Los nombres de los dos caballos que tiraban del carro solar fueron utilizados por numerosos humanos para bautizar a sus propias monturas: Aruakr (Madrugador) y Alsvinnr (Rapidísimo).
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Editado: 02.03.2018