El silencio en el apartamento era tan profundo que podía oír el zumbido tenue de la luz artificial reflejada en los suelos de mármol blanco. Parada frente al espejo triple del vestidor —un espacio del tamaño del primer apartamento que llamamos hogar—, me miraba fijamente. El vestido no era solo una prenda; era una segunda piel, una armadura tejida de ilusiones. Hecho de seda pura y chiffon italiano tan ligero que parecía humo plateado, había costado más que tres meses del alquiler de aquel minúsculo apartamento mohoso donde vivimos nuestros primeros años de universidad. Una inversión, había dicho Rodrigo, con aquella sonrisa segura de quien ya vislumbraba la cima. "Tenemos que parecer que ya hemos llegado, Dulce, para que crean que hemos llegado."
Ajusté la tirante plateada, mis dedos temblaban ligeramente. El apartamento olía a pintura fresca y oportunidad, un olor agridulce de novedad que no podía disfrazar la falta de historia, de vida. Las paredes inmaculadas reverberaban vacías, los muebles minimalistas elegidos meticulosamente por un decorador parecían esperar a habitantes que nunca llegarían. Era un escaparate, un decorado carísimo para una obra que aún no tenía guion. Y yo, por supuesto, había sido elegida para ser la protagonista, la decoradora jefe de una felicidad que aún no sentía.
La ansiedad era un vinagre en la sangre. ¿Dónde estaba Rodrigo? La fiesta comenzaría en menos de una hora. Fue entonces cuando la pantalla de mi móvil brilló sobre la encimera de mármol.
“Ha surgido algo urgente. Un prealineamiento con la cúpula de Ventures. Es ahora o nunca. Ve sin mí, te encuentro allí.”
El mensaje fue un puñetazo en el estómago. Frío, sin un "lo siento" o un "te quiero". Yo estaba lista, esculpida y barnizada para ser acompañada. Ir sola era como entrar en el campo sin el capitán del equipo.
"Mírate, Dulce," susurré a mi reflejo, girando lentamente para observar la espalda del vestido, el ajuste perfecto sobre las curvas que la ansiedad y los fideos instantáneos habían esculpido. La ironía de aquella transformación era tan densa que casi podía saborearla, amarga en la lengua. De comer fideos instantáneos con huevo frito durante dos años para que el futuro CEO de la promoción pudiera comprarse un traje de diseño para las entrevistas, a llevar un vestido de firma tan exclusivo que las revistas de moda solo lo elegirían como tendencia dentro de tres temporadas. La escalera social era empinada, y yo había sudado cada peldaño. ¿Y ahora, en el peldaño final, él me dejaba para subir sola? Se lo atribuí a la importancia del momento. Era el precio de entrar en el juego de los grandes.
Mi mente vagó hacia las noches en vela, iluminadas solo por la pantalla del portátil. Yo tecleaba las disertaciones de Rodrigo mientras él roncaba a mi lado, agotado de "estudiar" —un eufemismo elegante para las largas sesiones de debate sobre teorías de mercado en el bar de la universidad, regadas con cerveza de barril y ego. Recordé con una claridad dolorosa una noche en concreto. Llegó a casa, pálido y congestionado, quejándose de una gripe terrible. Yo, que apenas podía levantarme de la cama con una fiebre de verdad, me arrastré hasta la minúscula cocina, envuelta en una manta, para hacer una sopa de pollo, creyendo a pies juntillas que ese era el precio del amor, un sacrificio noble. Solo supe semanas después, por un comentario casual de un amigo suyo, que la "gripe" era, en realidad, la sombra de una resaca monumental de una celebración con los compañeros de prácticas en Ventures.
"El romance es eso, hija mía," dije en voz baja, mi sonrisa en el espejo convirtiéndose en una mueca triste y torcida. "Es dar sopa para la resaca ajena cuando eres tú quien está enferma. Es teclear un Trabajo de Fin de Carrera sobre tendencias del mercado inmobiliario a las 3 de la madrugada, cuando tu mayor sueño de adolescente era ver tu nombre en la contraportada de una novela. Es apagar tus propios colores para que su pantalla brille más."
Cogí el bolso plateado, un objeto diminuto y pesado que simbolizaba la cima de aquel viaje. Cada sacrificio, cada paquete de fideos instantáneos, cada noche de sueño perdida parecían, en ese momento previo a la fiesta, no trágicos, sino absurdamente cómicos. Fueron el precio de entrada al baile de máscaras de la alta sociedad. Y yo, finalmente, tenía mi invitación. Aunque tuviera que usarla sola.
La transición del silencio gélido del apartamento a la efervescencia de la gala en la azotea del hotel más exclusivo de la ciudad fue como sumergirse en un océano de sonidos y colores. El aire estaba cargado con el perfume dulce de flores raras y champán francés. Un mar de sonrisas perfectas, impecablemente ensayadas, y vestidos que costaban más que un coche popular se movía en una coreografía armoniosa. Al entrar, sentí el peso de docenas de miradas evaluándome, seguidas por un destello de aprobación. Era eso lo que queríamos, ¿no? Ser vistos. Busqué a Rodrigo con ansiedad, segura de que él estaría igualmente ansioso por encontrarme, por presentar a todos a la mujer increíble que era la base silenciosa de todo aquel éxito.
No estaba en el salón principal. Un colega suyo, con una sonrisa ebria y la mirada vidriosa, se acercó y, ante mi pregunta, inclinó la cabeza hacia la terraza panorámica. "Allí fuera, Dulce. Hablando de un asunto serio con Carla Mendonça, de Ventures. Ya sabes, negocios de alto nivel."
Carla Mendonça. El nombre resonó en mi mente como el tañido solemne de una campana de bronce. La heredera, la inversora ángel, la siguiente fase del plan de Rodrigo. Una punzada de frío recorrió mi espina dorsal, pero la ignoré, atribuyéndola al aire acondicionado. Era el tan mencionado "prealineamiento urgente".
Empujé la pesada puerta de cristal ahumado de la terraza. El aire nocturno, frío y limpio, contrastó brutalmente con el calor sofocante y artificial de la fiesta. Fue entonces cuando los vi. Estaban apoyados en la balaustrada de mármol, los cuerpos vueltos el uno hacia el otro. Al principio, mi mente, entrenada para la negociación, intentó encuadrar la escena: una conversación intensa, confidencial. Pero entonces, los detalles se impusieron. La proximidad era íntima, indecente. La mano de Carla reposaba en el brazo de Rodrigo con una familiaridad que no era profesional. La mirada que él le dirigía no era la de un socio discutiendo estrategia, era de adoración. Mi estómago se contrajo. Era un malentendido, tenía que serlo. Hasta que, en un movimiento lento e inevitable, como en una pesadilla, él se inclinó y la besó. No fue un beso social. Fue un beso de pasión, de posesión, de esos que duelen de tan intensos.
#4816 en Novela romántica
#1163 en Novela contemporánea
amarte volver a comenzar, renacimiento y redencion, comedia romántica contemporánea
Editado: 24.09.2025