La conciencia regresó no como un despertar, sino como un emerger lento y doloroso de un mar de oscuridad densa. Lo primero que percibí fue la luz. No la luz gloriosa y dorada de un supuesto paraíso, sino la luz mortecina, cansada y fluorescente de un techo de hospital, reflejándose en un blanco cuadro de avisos donde mis ojos, sin enfoque, se fijaron. Un zumbido bajo y constante, una sinfonía de máquinas, formaba la banda sonora de esta nueva pesadilla. El aire olía a antiséptico, un olor ácido que se mezclaba con un leve vestigio de comida insípida. Mi cuerpo no era mío; era una masa pesada y dolorida, envuelta en algodón y conectada a tubos. Y en el centro de mi ser, un dolor sordo y profundo, un vacío pesado y palpitante en el pecho, servía como el recuerdo físico más crudo de que algo, todo, estaba terriblemente, irremediablemente mal.
Mover la cabeza sobre la almohada áspera fue un esfuerzo hercúleo, una tarea que exigió toda la energía de un universo en colapso. Y entonces, vi. Una figura sentada en una silla de plástico junto a la cama, una silueta desenfocada contra la ventana que dejaba entrar la luz grisácea del anochecer. Mi corazón, ese músculo traidor y severamente dañado, dio un salto tan violento y repentino de esperanza que el dolor en el pecho se agudizó, haciéndome gemir bajito. Rodrigo. Él había venido. Se había enterado. Se había arrepentido. La escena en el garaje, la traición, todo aquello había sido una pesadilla, un malentendido colosal del cual ahora despertaba.
Mis labios, resecos y agrietados, hormiguearon. Hacer llegar aire a los pulmones fue una tarea. La voz que logré emitir no era la mía; era un susurro áspero, un crujir de hojas secas, una sombra caricaturesca de mi antiguo sarcasmo.
"Entonces," respiré, cada palabra una puñalada, "¿el caviar... te aburrió?"
La figura se movió, inclinándose hacia adelante, saliendo del contraluz. Y no era el rostro angular, perfectamente afeitado y calculador de Rodrigo el que entró en mi campo de visión borroso. Era un rostro más suave, más redondo, marcado no por los surcos de la ambición implacable, sino por arrugas de preocupación genuina que parecían haberlo envejecido una década en pocos días. Era Daniel. Mi estómago, vacío y frágil, se revolvió de repente, en una oleada de náusea que no tenía nada que ver con mi condición médica, y todo que ver con un remordimiento tan profundo que me hizo ahogarme.
Él sostenía mi mano. Sus dedos, anchos, cálidos y firmes, envolvían mi mano, que estaba pálida, fría e inertemente abierta sobre la sábana blanca. Sus ojos, marrones y profundos como la tierra mojada después de la lluvia, contenían un dolor tan arraigado, tan paciente, que apenas podía soportar mirar. Era un espejo de mi propia bancarrota, pero sin una pizca de mi cinismo.
"Dulce," dijo, y el sonido de mi nombre en su boca, después de tantos años, fue un golpe directo y silencioso en el alma. Sonó a hogar, a un tiempo antes de la caída, cargado de una ternura que yo, en mi ceguera arrogante, había rechazado con desdén, cambiándola por promesas vacías de grandeza.
Fue en ese momento que el médico entró en la habitación, su bata blanca un estandarte de autoridad impersonal. Su rostro era serio, la mirada clínica. Él habló, y sus palabras eran claras, técnicas, meticulosamente escogidas. Pero cada una de ellas cayó sobre mí no como un diagnóstico, sino como una palada de tierra helada cayendo sobre mi propio ataúd. Miocardiopatía inducida por estrés. Síndrome del corazón roto. El músculo cardíaco... severamente dañado. Fracción de eyección drásticamente reducida. Las opciones de tratamiento son... limitadas. El enfoque ahora es el confort.
Yo escuchaba, pero las palabras rebotaban en la superficie de mi conciencia, sin penetrar. Mi mente, debilitada, se aferraba a fragmentos. Corazón roto... ¿literalmente? Un acceso de humor negro, amargo y malsano, me subió a la garganta, casi transformándose en una risa que habría sonado como un último suspiro de locura. La metáfora más cliché del mundo, el juego de palabras más trivial de los poetas de esquina, se había convertido en mi sentencia de muerte biológica. Todo el dolor, la traición, la desesperación que había ignorado, que había empujado al fondo... mi cuerpo, en su sabio silencio, no lo había soportado. El precio final por haber amado a la persona equivocada con la intensidad equivocada no fue la simple tristeza; fue la aniquilación lenta y física.
Mientras Daniel, en silencio, ajustaba mis cobijas con un cuidado que me partía en dos más que cualquier palabra del médico, los flashbacks invadían mi mente frágil. Eran escenas de una vida que pertenecía a otra persona, a una Dulce que yo misma había asesinado.
Nos veía a los dos en la pequeña cocina del minúsculo apartamento que compartíamos, aquel que olía a ajo y a libros viejos. Daniel, con un delantal ridículo, intentando hacer un pastel de cumpleaños para mí y equivocando completamente las medidas. La masa se desbordaba del molde, llenando el horno de humo, y nosotros nos reíamos, con la cara y el pelo enharinados, sin una sola preocupación en el mundo que se extendía más allá de aquellas paredes. Recordé contarle, en una noche de lluvia, enrollados en una manta en el sofá, que mi mayor sueño de adolescente era ver mi nombre en la contraportada de una novela. Y sus ojos brillaron con un orgullo tan puro, tan auténtico, que eclipsaba cualquier mirada de Rodrigo ante un bono de fin de año. "Serás fantástica," dijo, apretándome la mano. "Tus palabras van a cambiar el mundo de alguien." Y yo, en mi ingenuidad de aquella época, lo había creído.
Y entonces, como un golpe traicionero, vino el recuerdo más horrible, el que había enterrado en el subsuelo más profundo de mi conciencia, esperando que se pudriera para siempre: nuestra fiesta de compromiso. Yo, ya intoxicada por el veneno del "potencial" y el "futuro brillante" que Rodrigo personificaba, miraba a Daniel – mi prometido, el hombre que me miraba como si yo fuera su universo completo – y veía solo su simplicidad. Su pierna coja, una consecuencia de un accidente automovilístico que había sufrido una noche de tormenta para ir a buscarme a la universidad, se convirtió, en mi mente distorsionada y ambiciosa, no en un símbolo de sacrificio y amor, sino en un estigma de debilidad, de una vida que "cojeaba hacia un futuro mediocre".
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Editado: 24.09.2025