Disculpa el Trastorno, Estoy Renaciendo

El Fantasma Avergonzado

La muerte no fue el fin que prometían los libros y las películas. No hubo túnel de luz, ni encuentro con seres queridos fallecidos, ni juicio divino. Fue un cambio de estado, tan abrupto y desconcertante como si alguien me hubiera arrancado brutalmente las gafas oscuras a través de las cuales enfrentaba la vida y las hubiera sustituido por otro par, de lentes gélidas, translúcidas e implacablemente claras. La realidad no desapareció; solo se volvió más desnuda, más cruda.

Mi conciencia no se disipó en la nada. En cambio, flotaba, una entidad de humo y puro arrepentimiento, sujeta por un hilo tenue y doloroso a los escombros humeantes que había dejado atrás. Yo era un espectro, un fantasma de mí misma, y mi purgatorio no era un lugar físico, sino el escenario de mi propio fracaso colosal. Yo era la audiencia cautiva de un espectáculo trágico y grotesco, cuyo guión yo misma había escrito, línea tras línea, con cada una de mis peores y más egoístas decisiones. La vergüenza no era una emoción; era mi nueva sustancia, mi nuevo cuerpo, más tangible y pesado que cualquier miembro fantasma. Era un manto de agujas heladas que estaba obligada a llevar para siempre.

El acto principal de mi tormento personal comenzó en un escenario banamente sofisticado: un café de moda, de esos con paredes de ladrillo visto, mesas de mármol blanco y nombres italianos impronunciables en el menú para un simple café con leche. La luz de la mañana entraba suave por las ventanas altas, iluminando a la pareja perfecta. Allí estaban ellos. Rodrigo y Carla. Él, por supuesto, estaba impecable con un blazer de lino azul marino, pero su rostro, bajo la pose relajada, mostraba un surco fino de tensión entre las cejas perfectamente cuidadas. No era dolor ni remordimiento. Era incomodidad, la irritación de quien tiene que lidiar con un contratiempo desagradable.

"Fue un shock, claro", dijo él, girando la pequeña taza de espresso antes de llevársela a los labios. El sonido del platillo contra la mesa era un clic preciso y frío. "Nadie espera una cosa así. Pero Dulce... Dulce siempre fue... inestable. Muy emocional, ¿sabes? La presión de la vida adulta, las ambiciones... no estaba preparada. Siempre vivió al límite."

Cada palabra era un alfiler fino y venenoso clavado en mi conciencia etérea. Inestable. Reducía mi corazón roto –literalmente destrozado por su traición y abandono– a un mero colapso nervioso, un fallo de carácter. Mi muerte era, sobre todo, un inconveniente para su narrativa de éxito.

Carla miraba sus propias manos, donde un anillo de diamantes aún centelleaba, un faro de mi reemplazo. "Es triste, Rodrigo. Muy, muy triste. Era tan joven". Había una sombra genuina en su voz, un destello de humanidad.

"Lo es", coincidió él, con la rapidez y convicción de quien quiere cambiar de tema. Su falta de emoción era más aterradora que cualquier falso duelo. "Y trágico para la imagen del nuevo proyecto de Ventures también. Tenemos que manejar la publicidad. El equipo de crisis ya está trabajando para suavizar cualquier narrativa negativa que pueda surgir. 'Tragedia Personal de Ex Colaboradora' es el ángulo".

Marketing de crisis. Mi existencia, mi agonía final, mi muerte, eran un problema de relaciones públicas. Un obstáculo a gestionar. Observé a Carla una vez más. En un abrir y cerrar de ojos, vi algo brillar en su mirada: un rápido destello de lástima genuina, que fue inmediatamente sofocado por la fría practicidad de quien sabe que un muerto es, por definición, un lastre. En ese momento, con una claridad que solo la muerte puede ofrecer, entendí que Carla Mendonça tal vez tuviera más humanidad en la punta de su meñique que Rodrigo en todo su cuerpo. Y yo había cambiado un diamante verdadero por este hombre de poliestireno dorado. La ironía era un jugo amargo que me veía obligada a beber por la eternidad.

La transición a la siguiente escena no fue un simple corte. Fui arrastrada por una corriente de dolor familiar, más intensa y visceral. El ambiente cambió del café luminoso y aireado a la penumbra de mi apartamento vacío –el pequeño apartamento que había sido mi último refugio. Los restos de mi vida estaban empaquetados en cajas de cartón, y en el centro del huracán de desolación estaba Bia. No lloraba en silencio, de forma contenida. Destrozaba todo lo que quedaba de Rodrigo con una furia sagrada y devastadora.

"¡Hijo de puta!", gritó, con la voz ronca por el llanto y la rabia, lanzando una vieja caja de herramientas que él había dejado atrás contra la pared con un estruendo que resonó en el vacío. "¡Eres una basura de mierda! ¡La mataste! ¡Mataste a mi mejor amiga!"

Las lágrimas le corrían por el rostro, mezclándose con el sudor. Cogió una camisa vieja suya que encontró en el fondo de un armario y, con sus propias manos, rasgó la tela con una fuerza bruta, entre sollozos que parecían desgarrarle el pecho. Su rabia era pura, no contaminada por la culpa o el cálculo. Era el duelo en su forma más cruda y honesta. Era amor en su expresión más feroz y leal.

Quise, con una voluntad que consumía lo que quedaba de mi alma, poder abrazarla. Susurrarle que yo estaba allí, que la veía, que la amaba. Pero yo era solo un vacío, un espectro impotente, un eco mudo. Su dolor era mi castigo más justo y eficaz. Había dejado atrás a la única persona que me había amado de verdad, sin condiciones o agendas secretas, y ahora ella sufría sola, luchando contra la sombra de un fantasma que ya no podía consolarla. Mi soledad en vida no era nada comparada con la soledad de muerta, obligada a presenciar el sufrimiento que causé.

Fue entonces cuando una fuerza irresistible me arrastró a mi propio velorio. El evento era pequeño y sombrío, celebrado en una funeraria discreta. El aire estaba cargado con el olor de flores mustias y perfume caro. Y en el centro de todo, una roca de serenidad en un mar de incomodidad, estaba Daniel. Él era quien organizaba todo con una dignidad silenciosa que hacía el aire pesado un poco más respirable. Oí al director funerario susurrar a alguien que había sido él quien había pagado por todo. En silencio. Sin aspavientos. Sin buscar reconocimiento. El hombre a quien le había dicho que "cojeaba hacia el futuro" era el único que aseguraba que mi fin tuviera un mínimo de dignidad.




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