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Me despertaba intermitentemente con los movimientos bruscos, pero en realidad no estaba consciente; estaba mareado y con la vista borrosa, la realidad parecía distorsionada; distorsionados también estaban los ruidos que escuchaba, como de gente platicando, aunque ninguno de los sonidos parecía tener sentido. Llantas, piedras, topes, voces, susurros, el olor a gasolina, a sal en el aire, ruedas, metal frotándose, luces claras en la pared, oscuridad.
La oscuridad era lo peor, era como estar sumergido en la nada. Sentía mi cuerpo flotando y la incertidumbre abrumaba mi mente. En lo más profundo de mi ser me estaba quemando, era un calor insoportable en mi cabeza, que recorría mi torso, mis brazos, mis manos, mis piernas… Todo en una profunda irrealidad.
Carel, Carel, escuché mi nombre pronunciado por una voz que al principio me sonaba ajena, viniendo dentro de esa nada. Mis ojos comenzaron a reconocer las imágenes, solo paredes grises y el suelo frío de concreto, la llama de las velas oscilando con suavidad y un olor a humo combinado con vainilla.
Había sombras rodeándome, cuerpos sin forma, pero reconociblemente humanos, observándome directamente con sus perturbadoras cavidades cóncavas donde alguna vez debieron estar sus ojos, acercándose y alejándose en una danza profana coordinada por las velas.
Carel, Carel, repetía la voz sin cesar; dónde, dónde, si tuviera la respuesta a esa pregunta quizás estaría más tranquilo; ven, ven, me atraían a su oscuridad abismal. Una figura femenina se irguió entre las sombras, tan temible como el resto, pero más imponente, reinando su lobreguez. Extendió su mano hacía mí, abriéndose paso entre las otras sombras, acercándose despacio. ¡Silencio!, una voz se alzó entre el resto y las sombras desaparecieron, me sentí cayendo hasta golpear contra el suelo, un golpe tan fuerte que parecía capaz de romperme los huesos.
Silencio, escuché una vez más, pero esta vez más bajo, diluido. Abrí los ojos y la realidad volvía a tener sentido. Estaba en un cuarto pequeño, apenas lo suficiente para albergar una cama y un par de sillas, no obstante, estaba vacía. La puerta era de metal, un metal muy oxidado, incluso podría decir que chamuscado, con una pequeña ranura en la parte inferior, apenas suficiente para meter un plato.
Un grito me hizo voltear a lo que estaba en mi espalda, era un grito desgarrador, agónico. Me descubrí parado frente a una inmensa pared de cristal, contorneada por el concreto. Del otro lado había una chica en ropa interior, manchada por lodo, o tinta, o sangre, amarrada a una silla como las que ocupan los dentistas, con sus uñas extremadamente largas y un rostro felino. Un hombre con bata blanca y cubrebocas se acercó con una aguja en las manos y le inyectó un líquido transparente, en cuanto ingresó a sus venas la chica volvió a gritar.
–¡Alto! ¡Alto! –comencé a gritar, ella estaba sufriendo, lo podía ver en su cara y en su cuerpo contorsionándose, mientras las garras se hacían más grandes y el rostro más felino. Seguí observando impotente esa escena, gritaba y golpeaba el cristal, pero nada servía. Pronto la chica se desmayó y un par de hombres entraron para sacarla, reconocí el escudo en sus chamarras: eran del Departamento de Contención. Regresaron para meter a otra persona.
No sé cuántas horas pasé observando una y otra vez las mismas escenas: el hombre, la inyección, el sufrimiento. El tiempo parecía correr de manera distinta, podía llevar ahí una eternidad o apenas unos minutos. Mi garganta se había vuelto incapaz de emitir sonidos, mis ojos se habían secado en las lágrimas y mis palmas sangraban. La rendija de la puerta se abrió al paso de una bandeja plateada.
El color metálico era solo pintura, pues la bandeja y todo lo que contenía era de plástico. En el plato había un líquido rojizo con unas tiras de algo que podía pasar por carne o grasa. Me acerqué a tomarla y un alarido se presentó cuando la tenía entre mis manos, la lancé con furia contra el cristal provocando que el líquido manchara las paredes, mi rostro, y quizás mi ropa, no lo sé, porque ya estaba demasiado manchada de tierra, sudor, y sangre, tampoco sé si mía o de alguien más.
Eso era de lo que hablaba Karina, por más que la escuchara las imágenes me resultaban irreales, pero ahora estaba yo en ese escenario desolador que nos había descrito. La más vil de las acciones del departamento.
Sabía muy bien la historia, me sorprendería conocer a alguien como yo que no la supiera. Corría el año de 1967, los rumores comenzaron a esparcirse, historias descabelladas sobre gente que era secuestrada de sus casas, incluso niños, que eran llevados por personas vestidas como salidas de algún accidente nuclear. Nunca nadie las volvía a ver. Pero las historias se extendían por décadas, las fotografías pegadas en las paredes de cada país aumentaban, al igual que los desaparecidos.
Los gobiernos solo daban largas, estamos trabajando en los casos, no hay conexiones claras entre las desapariciones, la interpol ya está investigando el asunto, estamos tras la pista de los posibles culpables, las pistas son inciertas.
Entre la confusión y la impotencia pasó todo, fueron fotografías publicadas en los periódicos más amarillistas, seguramente los medios de comunicación de la época estaban coludidos con los gobiernos. Imágenes de cárceles en lugares donde se suponía que no había nada, las personas con trajes radioactivos que se describían en cada desaparición, rostros reconocibles de quienes habían sido secuestrados. Muchos hablaron de la Unión Soviética o China, seguramente en ese lado del mundo se hablaba de Estados Unidos, todos culpaban a alguien más.