La luz del mediodía se colaba perezosa entre los edificios de la universidad. El bullicio de los estudiantes, el roce de los libros, las risas lejanas… todo parecía ajeno a mí mientras caminaba hacia la salida, abrazando mi mochila como si fuera un escudo
Sentía el corazón acelerado, no por los exámenes, ni por las clases, sino por algo mucho más profundo,la decisión que había tomado.
Había elegido escribir sobre mi abuela María, y ahora, la historia me quemaba en las manos, pidiéndome salir.
—¡Eh! —gritó Sofia desde los escalones principales, saludándome con la mano—. ¡Aquí!
Me acerqué a ella y a Raquel, que estaban sentadas en el borde de las escaleras, compartiendo una bolsa de galletas y riendo de algo que no entendí.
—¿Ya decidiste de quién vas a hablar en el proyecto? —preguntó Raquel, lanzándome una mirada curiosa mientras rompía una galleta entre los dedos.
Asentí, sintiendo que una sonrisa tímida se escapaba antes de poder controlarla.
—Sí —dije—. De mi abuela.
Las dos se miraron, entre sorprendidas y encantadas.
—¿Tu abuela? —repitió Sofía, ladeando la cabeza—. ¿No era sobre una heroína?
—Lo es —respondí, esta vez con firmeza—. No llevó capa ni luchó en guerras famosas, pero fue una mujer increíble. Crió sola a su familia cuando mi abuelo tuvo que irse a la Guardia Civil. Luchó todos los días con una fuerza silenciosa. Fue mi primera y mayor heroína.
Raquel sonrió con dulzura.
—Eso suena precioso —dijo—. A veces las heroínas no están en los libros de historia.
Nos quedamos un rato más allí, charlando. Ellas hablaban de sus propios proyectos, de figuras famosas y reconocidas, mientras yo pensaba en María... en su olor a rosas, en sus manos firmes acariciándome el pelo, en su forma de ver el mundo con una ternura que casi dolía.
Cuando nos despedimos, el sol comenzaba a caer, tiñendo el cielo de un naranja suave.
Sabía que no podía escribir sobre mi abuela sólo con recuerdos vagos.
Necesitaba algo más... algo real.
Esa noche, después de cenar, encontré a mi madre en la cocina, fregando los platos.
La cocina siempre olía a hogar, a algo caliente y sencillo. Me acerqué despacio, insegura.
—Mamá... —empecé, dudando un segundo—. ¿Tú tienes el diario de la abuela María?¿Ó lo tiene mi tia?
Ella se volvió despacio. El sonido del agua cayendo en el fregadero parecía llenarlo todo.
Vi en sus ojos algo que no supe definir: sorpresa, ternura, quizá una chispa de nostalgia.
—¿Por qué preguntas? —su voz fue suave, casi como si temiera romper algo frágil entre nosotras.
Le conté sobre el proyecto, sobre lo importante que me parecía hacerlo bien. Sobre lo mucho que sentía que la historia de la abuela merecía ser contada.
Mamá se secó las manos en un paño y asintió, como si ya hubiera sabido, en el fondo de su corazón, que este día llegaría.
—Ven —dijo simplemente.
La seguí hasta el salón.
Allí, en el mueble donde guardaba cosas importantes, sacó una caja de madera vieja, decorada con flores pintadas a mano.
La abrió con cuidado y, entre algunos papeles amarillentos y fotos en blanco y negro, estaba el diario.
Era más pequeño de lo que había imaginado.
Una libreta de tapas de cuero gastado, atada con una cinta de tela azul.
Parecía a punto de deshacerse, como si el tiempo hubiera querido llevárselo también.
Mamá lo sostuvo un momento entre sus manos antes de dármelo, como quien entrega un pedazo de alma.
—Cuídalo mucho —me pidió—. Aquí dentro está más de lo que imaginas.
Asentí, incapaz de decir nada, y tomé el diario como si fuera un tesoro.
El tacto del cuero era áspero y cálido a la vez.
Antes de volver a mi habitación, miré a mi madre.
Ella sonreía, pero en sus ojos había una sombra de lágrimas que no llegó a caer.
—Gracias —susurré.
Me encerré en mi cuarto y me senté sobre la cama, con el diario entre las piernas.
Pasé los dedos sobre la cinta azul, recordando las veces que había apoyado mi cabeza en las rodillas de mi abuela, sintiendo sus manos acariciar mi pelo, contándome historias de flores que no debían arrancarse y recetas que olían a amor.
No me atrevía a abrirlo todavía.
Era como si, al hacerlo, abriera también una puerta hacia un mundo olvidado, un lugar donde María seguía viva, riéndose bajito, cocinando pan, cantando nanas que el viento había querido robarme.
Respiré hondo.
Y desaté la cinta.
El cuero crujió suavemente al abrirse, y en la primera página, escrita con una letra apretada pero firme, encontré las palabras que me cambiarían para siempre:
"Para quien encuentre estas palabras:
Aquí guardo mi vida. Mis miedos, mis alegrías, mis sueños y mis batallas.
No soy más que una mujer sencilla, pero cada paso que di, lo di con amor."
Cerré los ojos un momento.
Sentí su voz, como si estuviera allí, a mi lado.
La historia no había hecho más que empezar.