Donde florecen las rosas:un hombre a Maria.

Capítulo 2

Sostuve el diario de mi abuela María entre mis manos, sus páginas amarillentas como hojas caídas de un tiempo lejano. Al leerlo, sentía que me asomaba a las raíces profundas de mi familia, unas raíces que se extendían hasta la lejana Génova, de donde llegó mi tatarabuelo materno para echar anclas en la costa gaditana. Su hija, Ana, nacida en la luminosa Vejer de la Frontera, daría a luz a mi bisabuela María Josefa y ella, en San Fernando en 1915, tuvo a mi abuela, una niña cuyo destino se teñiría pronto de la melancolía de una pérdida temprana

Su padre, mi bisabuelo, se desvaneció de sus vidas cuando mi abuela apenas contaba dos años. Imaginaba a mi abuela creciendo bajo la sombra de esa ausencia, en un hogar donde su madre viuda luchaba por criar a sus numerosos hijos. Antonio, Ana, Jeromo, Pepe y Manuel. La necesidad apremió a mi abuela a crecer deprisa, asumiendo responsabilidades que no correspondían a su edad.

La llegada de Diego, su medio hermano menor, fruto del segundo matrimonio de su madre, añadió una nueva dimensión a su joven vida. Leía entre líneas el cariño y la dedicación con la que mi abuela cuidó de Diego, un lazo que perduró hasta el final de la vida de él. Supe, por las historias familiares, que incluso llegó a comprar el nicho donde descansaría Diego, un gesto que hablaba de la profundidad de su amor y su compromiso.

Las páginas del diario no detallaban sus primeros trabajos, pero yo sé que mi abuela había tenido que trabajar desde niña para ayudar a la economía familiar. Recordé entonces una anécdota que mi madre me había contado, una imagen vívida de la pequeña María subida a un banco, fregando con ahínco una mesa de madera. La señora para la que trabajaba, con una crueldad disfrazada de exigencia, le decía que la mesa debía oler a ajo, una mentira para hacerla refregar más. Me imaginaba a mi abuela, oliendo la madera una y otra vez, esforzándose por cumplir una orden absurda. Aquella niña trabajadora, pensé, ya mostraba la tenacidad y la bondad que la caracterizarían.

Pero incluso en esa infancia marcada por la pérdida y el trabajo duro, el corazón adolescente de mi abuela comenzaba a despertar a los primeros sentimientos. Sus ojos morenos se posaban a menudo en Antonio, el vecino. Alto, rubio y de ojos azules, Antonio destacaba en la rutina del barrio. Para mi abuela, él era un destello de luz, y su sonrisa fugaz sembraba en su interior una admiración que empezaba a transformarse en algo más. Sin embargo, Antonio, siete años mayor, aún la veía como la niña vecina, sin percibir la silenciosa devoción que brillaba en sus grandes ojos oscuros.

Cerré el diario por un instante, sintiendo en mi propio corazón el peso de la infancia de mi abuela. Una niñez en la que la sombra de una ausencia se había mezclado con la dura luz del trabajo y el despertar silencioso de un primer amor. El camino por delante estaría lleno de desafíos, pero también de la promesa de un lazo que, aunque apenas un susurro en estas páginas, llegaría a definir su vida.




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