Volví a abrir el diario.
Allí, mi abuela relataba cómo, con tan solo trece años, tuvo que dejar el colegio para ayudar a su madre con la casa y cuidar de sus hermanos.
A pesar de ser tan pequeña, hacía cosas de mayores. En vez de jugar o estudiar como otros niños, ella trabajaba para poder tener algo de comer.
Solo verla sentada en el escalón de su casa ya me la imaginaba. A veces me decía que lo único que le alegraba las tardes era ver pasar a su vecino Antonio. No le decía nada, claro.
Antonio era siete años mayor que ella, y en aquellos tiempos, una niña no podía confesar algo así.
La vida de mi abuela fue cuidar de sus hermanos y limpiar casas ajenas. Una tarde, con el valor que solo da el corazón adolescente, se atrevió a confesarle sus sentimientos a Antonio.
Él le respondió que tenía novia y que ella aún era muy joven. A mi abuela le dolió, pero no perdió la esperanza.
También contaba que, por entonces, mi abuelo estaba haciendo el servicio militar obligatorio, que en aquella época duraba tres años.
Un día, mientras ella estaba sentada en su escalón, Antonio pasó acompañado de un amigo, Manuel.
Al leer ese nombre, cerré el diario por un instante. Recordé a mi abuela contándome aquella historia y me reí sola, con esa ternura que dejan los recuerdos compartidos.
Ella me explicó que fue entonces cuando Manuel preguntó por ella. Quería conocerla, y se lo dijo a Antonio. Fue entonces cuando mi abuelo —gracias a Manuel— se dio cuenta de que podía perderla y empezó a interesarse más por ella.
Mi abuela decía que Manuel era guapo, que se parecía a Antonio Molina. Yo le pedí una foto.
Tenía razón: Manuel era muy guapo.
Pero mi abuelo era mucho más guapo.
Volví a abrir el diario. En él, mi abuela relataba cómo comenzaron a salir.
Aún seguía ayudando a su madre y cuidando de sus hermanos. Poco después, su madre enfermó gravemente, y ella se convirtió en su enfermera, ama de casa, hija y sostén.
Cerré el diario y fui a donde mi madre. Ella estaba preparando la cena; le conté lo poco que había leído y, entre lágrimas de emoción, le dije que mi abuela ya desde chica era una heroína.
Volví a mi dormitorio a seguir leyendo el diario.
Mis abuelos se casaron en julio de 1932. Poco después, nació su primera hija. Mi abuela, con tan solo 17 años, ya era madre, esposa, cuidadora y trabajadora, y cuidaba también a su madre enferma.
Tres años después, nació su segunda hija, justo cuando su madre murió. El dolor y la vida se mezclaron, como tantas veces en su historia.
Y entonces, en 1936, llegó la guerra.
Mi abuelo fue llamado a filas. No hubo opción. Todos los hombres en edad de combatir fueron movilizados.
Mi abuela se quedó sola, con dos niñas pequeñas… y un recién nacido en brazos.
La guerra civil no solo partió al país en dos: partió las familias, los corazones y la esperanza.
Durante tres años, no supo si mi abuelo seguiría con vida. Las cartas llegaban tarde, o no llegaban. Algunas eran censuradas.
En el diario, ella cuenta que él le pedía fotos de sus hijos.
No tenían dinero para ropa, así que ella misma cosía vestidos a las niñas… usando las cortinas viejas de casa.
Era una costurera excelente.
Nunca se quejaba.
Mientras los bombardeos arrasaban ciudades y el miedo se apoderaba de todos, mi abuela seguía criando, alimentando, cosiendo, limpiando.
Esperando.
Esperando que la guerra acabara.
Esperando noticias.
Esperando que él volviera.