Donde florecen las rosas:un hombre a Maria.

Capítulo 5

Volví a abrir el diario. Mi abuela explicaba lo mal que lo pasó tras la muerte de sus dos hijos y de su hermana. A pesar de todo, ella tenía que sacar adelante su casa, cuidar de sus hijos y, además, ayudar a su cuñado con sus sobrinos. Pero el dolor por la pérdida de sus pequeños hacía que le resultara casi imposible vivir en aquella casa llena de recuerdos.
Hubo un momento en que mi abuelo fue a hablar con su madre para pedirle que pudieran ir a vivir con ella, buscando alejar a su esposa de tanto dolor. Sin embargo, ella se negó:
—Hijo, en las casas se nace y en las casas se muere —le dijo mi bisabuela.
Así que al final se quedaron en su casa, y mi abuela tuvo que aprender a convivir con esos recuerdos y con ese dolor. Por suerte, aquel dolor se transformó en alegría al año siguiente, cuando tuvo otro hijo y decidió ponerle el mismo nombre que al niño que había perdido: Manuel.
Mientras tanto, la posguerra continuaba. Con la cartilla de racionamiento les daban pan, algo de fruta y algo de comida. Ella debía entregar la cartilla y le ponían un sello. Muchas noches, mi abuela despertaba a su hija mayor.
—Cariño, despierta, que me tienes que ayudar. Hay que conseguir dinero para comer —le decía.
Mi tía y mi abuela, en plena noche y procurando no ser vistas, mientras mi abuelo dormía y los otros tres hijos también, iban a robar las vigas de la vía del tren. Luego las vendían en la panadería, donde las utilizaban para hacer el pan. Con el dinero que les daban podían comprar algo para comer.
La posguerra golpeaba sobre todo a los más pobres. Mi abuela también escribió que, mientras limpiaba la casa de una señora con dinero, le mandaban tirar agua sucia y patatas ya podridas. Las patatas no estaban del todo malas, pero la señora ya no las quería.
—Señora, no se preocupe, yo me encargo de tirar este agua y las patatas —le dijo mi abuela con la esperanza de que no se diera cuenta de lo que haría después.
La señora aceptó. Y así fue como mi abuela, sin que nadie lo supiera, llevó aquellas patatas a su casa para que esa noche sus hijos pudieran comer algo.
Los años pasaban y, en Andalucía, el hambre cada vez apretaba más. Era por el año 1942 cuando mi abuela tuvo mellizos: un niño y una niña, a los que llamó Diego y María Jesús. La familia seguía creciendo, y la escasez se notaba. Cada vez que entregaba la cartilla le daban dos barras de pan, algo insuficiente para tanta gente. Por las noches, seguía yendo con mi tía a vender madera para conseguir algo de dinero.
En el diario también contaba una anécdota con una vecina. Esta mujer había tirado un vestido que había usado para limpiar a su hijo pequeño, y estaba todo manchado. Mi abuela recogió aquel vestido, lo lavó, lo arregló y avisó al dueño de la casa para que nadie la acusara de robo. Tiempo después, cuando se puso el vestido, la misma vecina se sorprendió:
—María, qué vestido tan bonito. A ver si me lo dejas un día para ir al médico —le dijo.
—Pues este vestido es el que tú tiraste —respondió mi abuela.
La vecina no pudo evitar quedarse boquiabierta al ver lo bonito que había quedado.
En 1945, mi abuela tuvo otro hijo: mi tío Jeromo. Una boca más que alimentar, y la cartilla de racionamiento seguía en vigor. Lo que ganaba limpiando casas, junto a lo poco que traía mi abuelo trabajando, apenas alcanzaba para llegar a fin de mes. Pero mi abuela siempre encontraba la manera de apañárselas.
Cerré el diario un momento. Sabía la historia de mi abuela, pero nunca me había imaginado que lo hubiera pasado tan mal. Recordé algo que me contaron ella, mi madre y mi tía: aunque no hay fechas exactas, porque aquello nunca se registró, mi abuela sufrió además dos abortos. Uno de ellos ocurrió cuando venía cargada con dos cubos de agua. De pronto, sintió algo correr por sus piernas. Entró en una puerta cercana y allí perdió a su hijo. Esperó un rato, intentando recomponerse, y, aguantando las lágrimas, volvió a coger los cubos para llevarlos a donde estaba trabajando. La otra pérdida sucedió de una forma muy parecida.
La vida continuaba. Mi abuela y mi abuelo también hacían cestas de mimbre para venderlas y así poder sacar algo más de dinero. Poco después, mi abuela volvió a quedarse embarazada: este sería su noveno hijo. En 1948 nació otro niño, al que llamaron José. En aquella pequeña casa ya vivían once personas. Mi abuela, con sus nueve hijos, seguía luchando día a día y ayudando a su cuñado con sus sobrinos.
Poco a poco, la posguerra fue llegando a su fin. Mi abuelo seguía trabajando y, a pesar de tener tantos hijos, mi abuela continuó limpiando casas. Lo peor era que, a veces, los “señoritos” de aquella época, creyéndose superiores por su posición, la trataban con desprecio. Y ella, por poder alimentar a sus hijos, tenía que aguantarlo todo.
En 1950, mi abuela contó en su diario que llegó el final de la posguerra. Se terminó la cartilla de racionamiento… y también descubrió que estaba embarazada de su décimo hijo.
Con el final de la posguerra, poco a poco se notaron algunos cambios. La cartilla desapareció, pero la pobreza seguía. Algunos vecinos empezaban a hablar de marcharse a otras ciudades en busca de un futuro mejor. Mi abuela, aunque agradecida de no tener que hacer colas para conseguir pan, seguía con el mismo esfuerzo: trabajar, limpiar casas, hacer cestas y cuidar de sus hijos. La vida era dura, pero ahora parecía abrirse una pequeña luz de esperanza.
"Al cerrar el diario, no pude evitar pensar en la fuerza de aquella mujer que, pese a todo, nunca dejó de luchar".




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