El precio de existir
El mundo no se rompió de inmediato.
Primero aprendió a doler.
Las sombras lo supieron antes que nadie.
Se detuvieron a medio gesto, tensas, expectantes, como si el Umbral hubiese exhalado un nombre que no debía pronunciarse. No era una alarma. Era reconocimiento. Y cuando las sombras reconocen algo, ya es demasiado tarde.
La magia oscura despertó sin ser invocada. No pidió sangre. No exigió recuerdos. Contó. Midió el precio de algo que aún no existía del todo.
En algún lugar sellado bajo carne humana,
un latido respondió.
No era un corazón.
Era memoria comprimida.
Los dioses encadenados lo sintieron al mismo tiempo y ninguno habló. Azhraël vio el instante exacto en que el futuro se torcía y comprendió que no había palabra capaz de detenerlo. El silencio fue su último acto de misericordia.
Morveth percibió el primer desajuste como una herida abierta y aceptó el intercambio. Si el mundo iba a sangrar, que lo hiciera con propósito.
Nyxior observó.
Sus sombras descendieron sin orden, sin mandato, hacia un punto que no figuraba en ningún designio. No protegían. No atacaban. Elegían. Y esa elección no estaba escrita.
Muy lejos de allí, en el vacío entre mundos,
el Verdugo alzó la espada.
La orden era clara.
La trayectoria, perfecta.
El brazo se detuvo.
No por duda.
No por compasión.
Por interferencia.
Algo sellado había sido sentido.
Y aquello que siente, existe.
Ese fue el error verdadero.
No el sello.
No la creación.
Permitir que lo sellado pudiera ser reconocido.
Las cadenas crujieron. No para romperse, sino para recordar que aún estaban tensas. Las sombras guardaron silencio, y el Umbral comprendió que la moneda más cara —el amor— había comenzado a circular.
No para salvar nada.
Para cobrarlo todo.
Y entonces,
el dolor despertó.