Donde los relojes se rinden

Capítulo 2: Cosas que uno empieza a contar

El problema de saber que vas a morir, no es la muerte.
Es todo lo que te das cuenta que ya estabas dejando morir sin darte cuenta.

Día 74.

Comencé a contar cosas.

No como un contador de oficina. Ni como quien busca control. Más bien como quien, sin saber por qué, necesita dejar constancia. Como si alguien —o algo— fuera a recoger los rastros después de mi partida. Quizás una forma absurda de dejar herencia cuando no hay herederos. O quizás, simplemente, porque no confiar en la memoria es el primer paso para no confiar en uno mismo.

Conté los pasos desde la cama hasta el hervidor: 27.
Los segundos que tardaba el agua en empezar a burbujear: 41.
El número de grietas en el cielo raso del baño: 3 grandes, 5 pequeñas.
La cantidad de llamadas perdidas de números desconocidos en el último mes: 12.

Empecé a contar incluso cuántas veces pestañeaba mientras me cepillaba los dientes. No por obsesión. Por necesidad.

Sentía que el tiempo se estaba yendo a una velocidad que no controlaba. Como si los relojes me estuvieran mintiendo. Como si el segundero diera pequeños saltos hacia el abismo.

Así pasé casi toda esa semana. Contando.

Y al mismo tiempo, descartando.

Día 72.

Tiré todo lo que no usaba.

Ropa que ya no me quedaba, cartas viejas de bancos, revistas con mujeres que no recordaba haber deseado, una corbata que alguien me regaló en una Navidad que odié, una taza con el logo de una empresa que quebró.

Tiré un espejo.

No porque estuviera roto.

Sino porque me vi en él, y no me reconocí.

Mi reflejo parecía una versión más joven de mí mismo que se hubiera cansado de esperar a que yo llegara a su altura. Un yo que aún creía en algo. Que pensaba que el tiempo solo duele si lo miras de frente.

Yo no creía nada.

Yo solo estaba… suspendido.

Tiré también el microondas.

No porque estuviera malo.

Sino porque al verlo me acordé de una noche, años atrás, en que mi ex pareja calentó arroz con huevo y me lo dejó en la mesa antes de irse a dormir enojada. No recuerdo por qué estaba enojada. Pero sí recuerdo que al día siguiente no estaba. Nunca más.

Día 71.

Soñé con relojes.

Miles.

Algunos derretidos. Otros sin manecillas. Unos iban hacia atrás. Otros hacia adelante, pero sin avanzar.

Desperté sudando.

Busqué la carta.

Seguía donde la había dejado: en el tercer cajón del escritorio.

La saqué. La leí.

Solo para asegurarme de que no había cambiado.

Sigue igual.

87 días —no hay error —no hay cura —no intentes huir.

Ahora me quedaban 71.

Me pareció injusto que no llevara fecha. Me pareció violento que no se firmara. Me pareció cruel que no dijera por qué.

No saber por qué es más doloroso que saber que vas a morir.

Día 70.

Fui a visitar a mi madre.

No le dije nada, obviamente.

No sabría cómo. No tengo esa habilidad.

Hablamos poco. Ella estaba más flaca. Más encorvada. Seguía tomando su café con leche como si le quedaran mil años más. Me habló de la vecina nueva, de la inflación, de lo mal que estaba el clima. Me dijo que debería llamarla más seguido.

Yo solo la miré.

Y pensé: no sé si estaré vivo para la próxima vez que me lo pidas.

Le dejé un abrazo más largo de lo habitual. Ella me preguntó si estaba bien.

Le dije que sí.

No por mentir.

Por no cargarla con una cuenta regresiva que ella no sabría cómo sostener.

En el metro de vuelta, conté los rostros.

31 personas en el vagón.

Solo 2 no miraban el celular.

Y me pregunté cuántos de ellos sabían que estaban vivos. Vivos de verdad.

Día 69.

Compré una libreta nueva. La llamé “Cosas que no hice”.

La primera página decía:

  • Aprender otro idioma

  • Decirle a Martina lo que sentía antes de que se fuera

  • Terminar ese cuento que empecé en 2011

  • Visitar el sur con mi padre (aunque ya no esté)

  • Preguntarle a mi hermana si me odia, o solo se olvida

  • Pedir perdón, aunque no siempre supe por qué

  • Tener un hijo (aunque alguna vez dije que no quería)

Luego dejé la libreta sobre la repisa y me senté en el suelo. Me quedé ahí por dos horas. Sin hacer nada. Sin pensar. Solo… respirando.

Y por primera vez sentí una calma rara.

Una que no venía de estar bien.

Sino de aceptar que quizás no lo estaría nunca.

Día 68.

Llamé a Martina.

No contestó.

Me dejó en buzón.

No dejé mensaje.

Colgué.

Al rato me llegó un mensaje: “¿Estás bien?”

Le respondí: “Sí. Solo estaba recordando cómo sonaba tu voz.”

No me respondió más.

Me pareció justo.

No se puede retomar algo que uno mismo dejó morir.

Pero me sentí bien por intentarlo.

Por marcar ese número sin esperar nada.

A veces eso ya es suficiente.

Día 67.

Vi a un anciano en la calle ofrecerle un trozo de pan a un perro callejero. El perro lo olfateó. Lo tomó. Lo miró como si hubiera recibido algo más que pan.

Y lloré.

Lloré sin entender por qué.

Lloré por todo lo que no lloro nunca.

Por lo que no lloré cuando mi padre murió.

Por lo que no lloré cuando perdí mi primer trabajo.

Por lo que no lloré cuando mi gato no volvió.

Por lo que no lloré cuando me fui quedando solo sin notarlo.

Fue como si todo se hubiera acumulado en un nudo que ahora se deshacía por una escena mínima, invisible para el resto del mundo.

Pero no para mí.

No para alguien que solo tiene 67 días.

Día 66.

Me desperté con la idea clara: no voy a huir.




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