Donde los relojes se rinden

Capítulo 5: El hombre que sabía mi nombre

Primero crees que estás solo.
Después descubres que alguien te está observando.
Y luego, entiendes que siempre lo ha hecho.

Día 53.

Volví a soñar con el reflejo.
No era un espejo esta vez.
Era un ventanal.

Yo estaba del lado de adentro.
Él, afuera.
La lluvia caía entre ambos, como una cortina translúcida.

No hacía nada. Solo me miraba.

Y justo antes de despertarme, puso su mano contra el vidrio.
Y en la palma, escrita en letras rojas, decía una palabra:

“REINICIA.”

Me desperté con el corazón agitándose como si hubiera corrido kilómetros.

No entendía.
No sabía qué quería decir esa palabra en ese contexto.
No tenía computadora. No había ningún sistema que pudiera reiniciar.

¿O sí?

Anoté la palabra en la libreta y la subrayé tres veces.

Día 52.

Decidí salir.

Sentía que el departamento me estaba encerrando, que el aire se repetía, que los objetos comenzaban a absorber mi aliento. Necesitaba ver otras paredes. Otras sombras. Gente.

No tenía destino claro, así que caminé hasta perderme.

Terminé en una galería comercial semiabandonada del centro. Uno de esos pasajes estrechos donde los locales están cerrados con persianas oxidadas, y donde uno se pregunta si alguna vez hubo vida allí.

Había un solo local abierto: una librería.
Antigua. Oscura.
Con una vitrina polvorienta y una campanita colgando del marco.

Entré.

El sonido de la campanilla fue seco, como si no se usara hace años.

Dentro, el aire olía a papel muerto y humedad.

Estaba solo.

O eso creí.

Hasta que escuché una voz.

—Te esperé más de lo que crees.

Me giré.
Un hombre estaba sentado detrás del mostrador.
Alto, delgado, rostro afilado.
Cabello gris, recogido en una coleta.
Vestía una chaqueta de pana verde oscuro.
Y lo más inquietante: sonreía como si me conociera.

—¿Nos conocemos? —pregunté.

—No todavía —dijo—. Pero sí.

Esa respuesta me incomodó.

—¿Qué quieres decir?

—Que aún no me conoces, pero yo ya te conocí.

Me quedé en silencio.
El lugar, el olor, la luz tenue… todo me decía que debía irme.
Pero algo en su tono, en su calma… me ancló.

—¿Por qué dices que me esperabas?

—Porque nadie entra aquí sin saber que está buscando algo.

—Yo solo entré por azar.

—No existe el azar, Alejandro.

El corazón me golpeó el pecho.

—¿Cómo sabes mi nombre?

El hombre sonrió con más suavidad ahora.

—Digamos que también recibí una carta, hace muchos años. Pero la mía… no decía una fecha. Decía un nombre. Y ese nombre eras tú.

Me quedé sin habla.

Todo se detuvo.

Incluso el aire pareció contenerse.

—No entiendo nada.

—No tienes que entender aún. Solo recordar.

—¿Recordar qué?

—La última vez que estuviste aquí.

—Nunca he estado aquí.

—No en este cuerpo.

Sentí un vértigo interno. Como si el estómago se invirtiera.

—¿Quién eres?

—Alguien que no está sujeto a las reglas del tiempo como tú.
—¿Eres real?

—Tan real como tú… cuando no dudas de ti mismo.

Me llevé la mano al pecho, necesitaba una señal de estabilidad.

El hombre se levantó y me entregó un libro.

Negro. Sin título.
Lo abrí.

Solo tenía una página escrita:

“Día 1.”

El resto estaba en blanco.

—¿Qué es esto?

—Tu bitácora. No la escribas… aún.

—¿Qué debo hacer con ella?

—Cuando llegue el día exacto, lo sabrás.

—¿Cuál día?

Él sonrió.

—El día en que te cruces contigo mismo… por última vez.

Salí de la librería como si me hubieran golpeado.
El sol me encandiló.
Caminé sin rumbo hasta llegar a una banca.

El libro en las manos.

Lo abrí de nuevo.

La página ya no decía “Día 1”.

Ahora decía:

“Faltan 50.”

Día 51.

No pude dormir.

Revisé cada rincón del libro.
No había escritura visible.
Pero las hojas olían a algo que no pude identificar:
una mezcla entre madera quemada, ceniza y viento.

Llamé a la librería al número que aparecía en la entrada.

Número inexistente.

Fui al lugar.

Ya no estaba.

No el local.
La galería completa.

Era un muro ciego.
Liso.
Como si nunca hubiera habido pasaje alguno.

Sentí un frío desde la nuca hasta la columna.

Volví a casa.

Y anoté:

“Alguien más sabe lo que yo sé. Alguien ha vivido esto antes. Y ese alguien… me estaba esperando.”

Día 50.

Soñé con el hombre.

Pero no estaba en la librería.

Estábamos en una playa negra.
El mar estaba quieto.
Completamente inmóvil.
Ni una sola ola.
Solo agua plana, como una extensión de vidrio.

El hombre sostenía una linterna, pero no la encendía.

—¿Por qué no la prendes? —le pregunté.

—Porque aquí, la luz no revela. Oculta.

Desperté agitado.

Y escribí:

“No todo lo que ilumina trae claridad. Hay luces que ciegan con elegancia.”

Día 49.

El número del libro volvió a cambiar.

Ahora decía:

“Faltan 48.”

Y una línea más abajo:

“Cuando el tiempo se detiene, es porque tú lo hiciste.”

No entendí al principio.

Pero ese día noté algo escalofriante:

los relojes del departamento estaban todos detenidos.

No por falta de pila.

Sino por decisión propia.

Incluso el reloj de cuerda.

Todos marcaban 3:17.

Mi hora.

Mi nacimiento.

Mi reinicio.

Y por primera vez, supe que algo estaba cerca.

No la muerte.

Sino la respuesta.




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