El tiempo nunca se detiene.
Solo deja de ser lineal.
Y cuando eso ocurre, todo se convierte en un eco que vuelve una y otra vez.
Día 42.
Hoy el reloj volvió a cambiar.
No de manera sutil. No fue un leve retraso.
El reloj, ese reloj antiguo, saltó un minuto entero.
De 3:17, pasó a 3:18.
De un golpe. Como si no hubiera pasado el tiempo entre ellos.
Lo miré, atónito, como si me estuviera vacilando. Como si ese simple artefacto estuviera jugando a burlarse de mí.
Pensé en las palabras del hombre que había visto en la librería: “Cuando el tiempo se detiene, es porque tú lo hiciste.”
Y, por primera vez, entendí.
No era el reloj.
No era el universo conspirando contra mí.
Era yo.
Me estaba deteniendo.
El minuto que había perdido se estaba acumulando.
Y no era por nada físico.
No era una enfermedad.
Era algo mucho más profundo.
Algo que ni siquiera podía entender del todo.
Y por un instante…
me pregunté si esa carta no era una condena.
Sino un aviso de que mi vida estaba a punto de volverse reversible.
Día 41.
Salí de nuevo.
Ya no me sorprendía que la gente en la calle no me mirara.
Casi no había contacto visual con nadie.
Las personas caminaban por inercia, cada una atrapada en su propio espacio-tiempo, sin importarle si alguien a su lado estaba al borde del abismo.
El mundo estaba desconectado.
Y me di cuenta de que quizás yo también lo estaba.
La gente camina como si no le importara el final.
Como si, de alguna manera, el reloj nunca llegara a marcar el último minuto.
Pero lo hacía.
Lo hacía siempre.
Solo que algunos no lo veían.
Caminé hasta el parque cercano y me senté bajo un árbol que ya se estaba secando.
Y por primera vez desde que había comenzado a contar los días, sentí algo extraño.
No era tristeza.
No era miedo.
Era lo más cercano que había sentido a la aceptación.
El reloj ya no marcaba nada importante.
Ni siquiera importaba que ya no quedara tanto tiempo.
Lo que quedaba… era lo que podría hacer con los días que aún tenía.
Día 40.
Al despertar, la casa estaba diferente.
El aire olía distinto.
La luz entraba por la ventana con un tono más gris.
Las paredes ya no se veían iguales.
Era como si el departamento hubiera envejecido por fin, como si los días que había estado viviendo se hubieran reflejado en la estructura misma.
Me levanté y miré el reloj.
3:18.
Nada cambió.
Solo había un peso adicional en el ambiente.
Como si todo lo que pasaba no fuera solo un mal sueño.
Había algo aquí que no estaba bien.
Recogí el libro que el hombre me había dado, el que aún llevaba conmigo.
Abrí la página con las palabras que aún permanecían allí, grabadas.
“Día 35.”
Y luego, a un costado, una nueva frase apareció, escrita con tinta negra:
“Recuerda que el reloj siempre marca lo que no puedes ver.”
Cerré el libro.
Lo dejé en la mesa.
Y comencé a escribir lo primero que se me vino a la mente.
"Hoy descubrí que el tiempo no es un enemigo.
Es un aliado del olvido."
Día 39.
Volví a la librería.
Esta vez, no busqué respuestas.
Solo quería ver si el hombre estaría ahí.
La campanilla sonó cuando entré.
La librería seguía igual.
Oscura.
Con el mismo olor a papel muerto.
Y ahí estaba él.
Sentado detrás del mostrador, con una sonrisa más sutil que la última vez.
Me miró, como si ya supiera que iba a volver.
—Pensé que no volverías —dijo.
No le respondí de inmediato.
Solo me senté frente a él, mirando las estanterías llenas de libros.
—¿Qué pasa? —preguntó, observando mi expresión.
—Creo que estoy perdiendo la noción de los días.
—Y de mí mismo.
El hombre asintió.
—No estás perdiendo nada, Alejandro.
Solo estás recuperando lo que pensaste que ya habías perdido.
La frase me hizo pensar.
Recuperando lo que pensaste que habías perdido.
Eso era lo que me pasaba.
El tiempo no se pierde.
Solo cambia de forma.
—¿Por qué yo? —pregunté finalmente.
—¿Por qué me elegiste?
—No te elegí.
Tú te elegiste.
—Solo te lo recordé.
Me levanté.
El libro seguía ahí.
Lo tomé y lo dejé en el mostrador, frente a él.
—Me voy.
—Cuando vuelvas, ya no estarás más.
La frase me golpeó como un golpe físico.
No supe cómo interpretarla.
Me di la vuelta y caminé hacia la puerta.
Antes de salir, me giré una vez más.
—¿Vuelvo?
El hombre sonrió.
—Todos volvemos. Solo que algunos no lo saben.
Salí.
Cerré la puerta tras de mí.
El reloj de la librería ya no sonaba.
Pero yo escuchaba algo en mi cabeza.
Un tic.
Día 38.
Las paredes de mi departamento ya no me hablaban.
Ni siquiera el reloj.
Todo estaba más vacío que nunca.
Y sin embargo, sentí que algo dentro de mí comenzaba a llenarse.
Día 37.
El número 3:18 seguía marcado en el reloj.
Y en mi mente.
Pero ahora, era diferente.
Ya no me aterraba.
El tiempo…
El reloj…
Y la vida que aún quedaba.
Todo era lo mismo.
Pero no.
Nada era lo mismo.
Me miré en el espejo.
El reflejo no era el mismo.
Estaba más tranquilo.
Más en paz.
El cambio no era físico.
Era interno.
Y al final, la pregunta ya no era cuándo terminaría.
Era: ¿qué haré con lo que queda?
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superación personal y miedos, reflexiones sobre el sentido de la vida, misterios del alma
Editado: 13.04.2025