Donde los relojes se rinden

Capítulo 8: Lo que quedó sin cerrar

El tiempo no siempre destruye.
A veces conserva lo que no supiste enfrentar.
Y lo guarda en una habitación a la que tarde o temprano… tendrás que entrar.

Día 36.

Amaneció con una quietud inusual.
No un silencio cualquiera, de esos que acompañan las madrugadas en ciudades agotadas.
Era otra cosa.
Una calma... interna.

Era como si, por fin, todo hubiera decidido no apurarse.

Ni el sol.
Ni el aire.
Ni los pensamientos.

Solo yo, sentado a la orilla de mi cama, con las manos entrelazadas y la mirada en la sombra que proyectaba la ventana contra la pared.

No sabía por qué, pero sentía que algo se estaba preparando.

Algo que vendría sin violencia, pero que me rompería igual.

Ese día no encendí el celular.

No abrí el cuaderno.

No toqué el libro.

Solo me senté.
Respiré.
Y esperé.

Hasta que algo dentro de mí habló.

Y no usó palabras.

Usó memoria.

Día 35.

Exactamente 52 días después de recibir la carta.

Una fecha sin significado aparente.

Salvo uno.

Ese día, abrí una caja que había evitado por años.

Una caja sellada con cinta vieja, escondida en lo alto del armario.

Sabía lo que había dentro.

O al menos creía saberlo.

Fotos.
Cartas.
Restos de una vida compartida que no supimos sostener.

Martina.

No recordaba su letra.

Era suave, inclinada hacia la derecha, con las "a" cerradas como si tuviera miedo de que se escaparan palabras que no debía decir.

La primera carta estaba fechada 5 de septiembre de 2017.

"Alejandro,
No sé si esto servirá de algo.
No sé si lo vas a leer.
No sé si seguirás ahí cuando esto llegue.
Pero necesitaba escribirlo.
Necesitaba dejar en papel lo que ya no podía decirte sin romperme."

La carta continuaba con una mezcla de dolor contenido y lucidez desarmadora.

Hablaba de las veces que me quedé en silencio cuando ella lloraba.

De cómo aprendió a hablar sola para que no se sintiera tan sola.

De cómo los domingos, en vez de ser descanso, se habían vuelto paredes.

De cómo yo la abrazaba como quien cuida un vaso frágil, pero no como quien quiere realmente sostenerlo.

Y la frase final me dejó clavado al piso:

"Nunca te fuiste, Alejandro. Solo dejaste de estar antes de que te dieras cuenta."

Cerré la carta.

No lloré.

No podía.

Porque en ese momento, sentí que algo dentro de mí se rompía de una forma distinta:
no como dolor… sino como reconocimiento.

No había sido un accidente.

Había sido mi forma de vivir.

Apartando.

Evitando.

Dejando que todo lo importante muriera por inanición emocional.

Seguí leyendo otras cartas.
Cinco en total.

No las recordaba.
No sabía que las había guardado.

En una de ellas, escrita poco antes de irse, ella decía:

"A veces pienso que estás atrapado en un reloj sin manecillas.
No sabes qué hora es.
No sabes cuánto tiempo ha pasado.
Y por eso no sabes cuánto estás perdiendo.
Yo intenté quedarme.
Pero no puedo seguir junto a alguien que no sabe en qué día vive.
Yo… sí necesito que el tiempo exista.
"

La ironía era tan perfecta que me hizo reír.

Ahora yo también necesitaba que el tiempo existiera.
Y lo contaba con una precisión dolorosa.

Ese mismo día, a las 3:17 de la tarde, sonó el reloj del pasillo.
Un solo campanazo.

Me giré.

Y ahí estaba.

Martina.

No como un fantasma.

No como un recuerdo.

No como un sueño.

Estaba parada en la entrada del pasillo, con su vestido azul, el que usaba cuando íbamos a ver obras de teatro en Bellavista.

No hablaba.

No se movía.

Solo me miraba.

Y yo… me quebré.

—¿Estás aquí? —pregunté, con la voz temblando.

Ella asintió.
Una vez.
Lenta.
Profunda.

—¿Por qué?

—Porque aún no cerraste esto —respondió.

—No supe cómo.

—Porque no sabías lo que habías perdido.

—¿Y ahora?

Ella dio un paso hacia mí.

—Ahora sabes.

Y entonces me di cuenta de algo.

No era ella.

Era mi memoria… viéndome desde ella.

Y aún así, sentí su tacto cuando me rozó el hombro al pasar.

No dejé de temblar durante una hora.

Esa noche, el libro se abrió solo.

La página decía:

“Día 35 — Encuentro.”

Debajo, una nueva frase:

“Cuando cierras algo con verdad, abres otra cosa más verdadera.”

Y una pregunta:

“¿Estás listo para recordar lo que escondiste de ti mismo?”

No supe qué responder.

Solo dejé el libro abierto.

Y dormí.

Por primera vez, profundamente.

Día 34.

El despertar fue distinto.

No por lo que sentí.
Sino por lo que ya no sentía.

El peso del resentimiento había desaparecido.

No el dolor.

Ese seguía ahí.

Pero ya no envenenaba.

Era como una cicatriz que, al tocarla, ya no dolía. Solo te recordaba que alguna vez algo ahí se abrió.

Ese día, volví a escribir en el cuaderno.

No sobre el tiempo.

Ni sobre el miedo.

Escribí sobre amor.

Sobre todo lo que no dije cuando debía.

Y al cerrar el cuaderno, susurré en voz baja:

—Gracias, Martina.

No sé si lo escuchó.

Pero yo lo necesitaba.

Y eso bastó.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.