Uno no se quiebra de golpe.
Se deshace en decisiones pequeñas,
en los silencios que uno se deja pasar,
en los días en que no se escucha a sí mismo.
Día 26.
Soñé con una sala de espera.
Una muy particular.
Estaba llena de personas.
Pero no eran personas distintas.
Eran yo.
Todos, en distintas edades.
Yo de niño.
Yo de adolescente.
Yo a los veinte.
Yo el día que conocí a Martina.
Yo después de que murió papá.
Yo la tarde que decidí no tener hijos.
Todos estaban sentados.
Esperando.
Cuando entré, todos se giraron a mirarme.
Y entonces uno de ellos se puso de pie.
El más joven.
Catorce años, quizás.
Los ojos brillantes.
Camiseta vieja.
Manos sucias de barro.
Se acercó.
—¿Sabes cuándo te perdiste?
Negué con la cabeza.
—El día que dejaste de escribir lo que pensabas.
Me desperté con el pecho apretado.
Me levanté.
Tomé la libreta.
Y comencé a escribir todo lo que se me vino a la mente, sin censura.
No frases elaboradas.
No ideas profundas.
Solo lo primero que saliera.
“No sé si quiero morir.
No sé si ya estoy muerto.
No sé si me quedan días o si estos días solo son restos.
No sé si alguien me extrañaría.
No sé si fui una buena persona.
No sé si hay algo después.
No sé si alguna vez supe querer.
No sé si valgo algo sin hacer nada.
No sé si mi silencio dañó más que mis palabras.
No sé si, si tuviera otra oportunidad, lo haría distinto.
No sé. No sé. No sé.”
Y debajo, escribí una línea más:
“Pero estoy aquí. Y eso es todo lo que tengo.”
Día 25.
Decidí buscar algo.
No sabía qué.
Solo sabía que había una memoria enterrada.
Algo que nunca había querido volver a ver.
Y lo encontré en un disco duro viejo, guardado en una caja de cables.
Lo conecté.
Tardó en encender.
El ventilador sonaba como si arrastrara los años desde adentro.
Carpetas.
Videos.
Fotos.
Cartas.
Pero había una carpeta sin nombre.
Solo un guion bajo: “_”
La abrí.
Solo un video.
Fecha: 27 de octubre de 2016.
Título: “Última grabación.”
Le di play.
Era yo.
Sentado en el balcón del antiguo departamento.
Tenía una copa de vino en la mano.
La cámara temblaba, como si no hubiera querido sostenerla.
Y comencé a hablar.
No a alguien.
A mí.
—Alejandro —decía—, si algún día ves esto, es porque ya no sabés dónde estás. Porque te olvidaste. Porque otra vez te perdiste en el ruido. Y yo… yo estoy aquí para recordarte.
Hice una pausa.
—Hoy te mentiste. Dijiste que estabas bien. Que todo estaba bien. Que podías con esto. Y no es cierto. No estás bien. Estás huyendo. De todo. De ella. De tu madre. De tu cuerpo. De tu historia.
El Alejandro del video bajó la vista.
Respiró hondo.
Y agregó:
—Te estás apagando, y ni siquiera lo notas.
Otra pausa.
Larga.
—Si estás viendo esto… aún puedes volver.
El video terminó ahí.
Pantalla negra.
Y una frase en voz baja, apenas audible, justo antes del corte:
“Todavía estás a tiempo.”
No lloré.
No me moví.
Me quedé viendo la pantalla en negro como si esperara que dijera algo más.
Ese video…
No recordaba haberlo grabado.
No recordaba ese día.
No recordaba haber estado tan claro.
Y eso me asustó más que cualquier carta.
Día 24.
Volví al parque donde solía caminar con Martina.
Había un banco.
Nuestro banco.
Todavía estaba ahí.
Me senté.
Cerré los ojos.
Y por un momento, pude oler su perfume.
No como una ilusión.
Como una visita.
No dijo nada.
Yo tampoco.
Pero entendí.
Ella me había amado más de lo que yo supe recibir.
Y eso…
era una herida que no se curaba con tiempo.
Solo con aceptación.
Día 23.
El libro, por primera vez, tenía una página rota.
No rasgada.
No arrancada.
Rota.
Como si el papel se hubiera agrietado desde adentro.
Y en el centro de esa grieta, se leía:
“Algunas verdades no se escriben. Se sobreviven.”
No entendí del todo.
Pero la copié en el cuaderno.
Como quien guarda una advertencia.
Día 22.
Fui al cementerio.
Visité la tumba de mi padre.
La lápida tenía musgo.
La foto estaba borrada por el sol.
Me senté frente a ella.
Y por primera vez, le hablé como un hijo.
—Papá… perdón por haberme ido.
Perdón por no sostener a mamá cuando lo necesitaba.
Perdón por no quedarme en esa habitación cuando cerraste los ojos.
Yo… yo tenía miedo de ver el final.
Silencio.
Y luego, viento.
Suave.
Pero distinto.
Como si no soplara de afuera, sino desde dentro de mí.
Día 21.
Escribí solo una línea en el cuaderno.
“Estoy encontrándome entre los restos que dejé sin cerrar.”
Y esa noche… dormí como un niño.
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superación personal y miedos, reflexiones sobre el sentido de la vida, misterios del alma
Editado: 13.04.2025