Donde los relojes se rinden

Capítulo 11: El lugar donde no me busqué

Uno puede escapar del trabajo, del amor, del pasado.
Pero hay un lugar del que no se puede huir.
Ese lugar es uno mismo.

Día 20.

El reloj marcó 3:17.

No como siempre.

Esta vez, lo marcó con un sonido hueco.
Un tac sordo que no resonó en el aire, sino en el pecho.

Fue un campanazo interno.
Como si el cuerpo estuviera alineado al reloj.

Y entonces lo supe:
el tiempo ya no estaba afuera.

El tiempo… estaba dentro de mí.

Esa tarde volví al cuaderno.

No para escribir lo que pensaba.
Sino para escribir lo que nunca me atreví a decir.

Comencé una lista.
Una larga.
Dolorosa.
Real.

La titulé:

“Cosas que nunca confesé, ni siquiera a mí mismo”

  1. A veces imaginaba desaparecer. No morir. Solo no estar.

  2. Nunca supe si mi padre me amaba.

  3. Me odié por no llorar en su funeral.

  4. Fingí amor para no estar solo.

  5. Dije “te amo” cuando no lo sentía.

  6. No supe recibir el amor de quienes sí lo ofrecieron con verdad.

  7. Me alejé de todos antes de que pudieran alejarse de mí.

  8. Me volví una ausencia con cuerpo.

  9. Tenía miedo de ser mediocre.

  10. Me sentí reemplazable desde los 15 años.

Cuando terminé, no lloré.
No lo necesité.
Porque en cada línea había un pedazo de mí que ya estaba siendo liberado.

Día 19.

Decidí quedarme todo el día en casa.

No para aislarme.

Sino para entrar al lugar más temido de todos:
mi propio centro.

Apagué todo.

Luz.
Teléfono.
Relojes.
Ruidos.

Me senté en el suelo.
Cerré los ojos.
Y comencé a respirar.

Al principio, solo ruido mental.
Frases sueltas.
Recuerdos.
Culpa.

Luego…
silencio.

Un silencio denso.
Oscuro.

Y en ese silencio, algo apareció.

No una voz.

Una imagen.

Yo.

Sentado.
Igual.
Pero más delgado.
Más apagado.
Más solo.

Era el yo que nunca me atreví a mirar.

El que me observaba cuando mentía.

El que me miraba cuando huía.

El que lloraba cuando yo decidía no sentir.

Y lo más devastador:
no me odiaba.

Solo me esperaba.

—¿Qué haces aquí? —pregunté, sin abrir los labios.

—Viviendo lo que tú no viviste —respondió él.

—¿Por qué no me lo dijiste antes?

—Porque no estabas listo para verte.

—¿Y ahora?

—Ahora… ya no tienes elección.

—¿Eres mi sombra?

—No.
Soy tu verdad.

Abrí los ojos.

Estaba sudando.

Temblando.

Pero con el corazón tranquilo.

Por fin, me había encontrado.

No en el reflejo.
No en el recuerdo.
En lo que quedaba cuando todo lo demás se caía.

Día 18.

Escribí una carta.

No a alguien.

A mí.

Alejandro:
Hoy decidí no seguir evitándome.
Hoy me miré.
Con miedo.
Con culpa.
Con ternura.
Y entendí que no fui lo que soñaba.
Pero también entendí que no todo está perdido.
Mientras aún quede un aliento… hay algo por hacer.
Y yo…
voy a hacerlo.

La firmé.

La guardé en un sobre blanco.

Escribí mi nombre en mayúsculas.

Y la dejé en el buzón de mi edificio.

No por drama.

Por simbolismo.

Como si ese yo que no supe cuidar aún pudiera recibirla.

Día 17.

Volví a caminar.

Pero esta vez, distinto.

No escapaba.

No buscaba.

Solo caminaba.

Y en el rostro de la gente, por primera vez en mucho tiempo, vi algo distinto.

Vi humanidad.

No prisas.

No ruido.

Solo humanidad.

Y supe que algo dentro de mí ya no miraba igual.

Ya no era un testigo.

Era parte.

Parte de un mundo que dolía, sí.
Pero que también sabía perdonar.

Día 16.

Llegó otra carta.

Esta vez, no en blanco.

Sobre marrón.
Papel antiguo.
Cinta negra.

Dentro, solo una frase:

“Ya no cuentas los días.
Los días te están contando a ti.”

La dejé en la repisa.

Y sonreí.

No por alegría.

Por verdad.

Día 15.

Al mirar el reloj a las 3:17, no sonó.

No hizo falta.

El tiempo ya no hablaba en sonidos.

Hablaba en decisiones.

Y yo… por fin… había comenzado a tomarlas.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.