Donde los relojes se rinden

Capítulo 12: Lo que siempre estuvo escrito

Hay cosas que uno no entiende hasta que las vive.
Y otras… que solo se revelan cuando ya no tienes nada que perder.

Día 14.

Amanecí antes del amanecer.

No porque no pudiera dormir.
Dormí.
Y bien.

Sino porque algo me despertó desde adentro.

Un pulso.
Una vibración.
Un presentimiento.

No tenía nombre.
No tenía causa.

Solo una certeza:

hoy comenzaba algo.

No sabía qué.

Pero no tenía miedo.

Me preparé como si fuera a salir.

Ropa limpia.
Zapatos firmes.
Café amargo.
Cuaderno en la mochila.

Pero no salí.

Me senté frente a la ventana.
Y esperé.

Hasta que el reloj marcó 3:17.

No hubo sonido.

No hubo reflejo.

Solo una brisa leve…
que no venía de afuera.

Y entonces… lo vi.

Sobre la mesa.
Donde no había nada.

Una carta.

Blanca.

Pero esta vez, con un símbolo grabado en relieve:

La abrí.

Una sola hoja.

Un solo párrafo:

“Alejandro:
Llegaste.
No al final.
Al centro.
Donde el tiempo no pesa, ni empuja, ni huye.
Donde el tiempo… solo muestra.
Este no es el día de tu muerte.
Es el día en que, por fin, comienzas a vivir sabiendo quién eres.
Bienvenido.”

Debajo, una línea en cursiva:

“Faltan 13.
Los necesarios.
Los justos.
Los verdaderos.”

Y una última frase, en negrita:

“No cuentes.
Escucha.”

Día 13.

El libro estaba abierto en otra página.

No lo había tocado.

No lo recordaba haber dejado así.

Pero ahí estaba, sin que yo lo hubiera movido:

Día 0 — Respuesta

Y debajo, como siempre, una nueva inscripción:

“Todo lo que pasó no fue para asustarte.
Fue para mostrarte que estabas dormido.
Y que nadie puede vivir dormido para siempre.”

Cerré el libro.

Lo abracé.
Como quien abraza un objeto que ya no es objeto.

Era parte de mí.

Salí a la calle.

Todo se sentía distinto.

No porque el mundo hubiera cambiado.

Sino porque yo ya no lo miraba igual.

No veía autos.

Veía trayectorias.

No veía personas.

Veía destinos.

No veía edificios.

Veía historias contenidas en concreto.

Todo tenía una vibración nueva.

No era espiritual.

No era mágica.

Era… real.

Finalmente real.

Día 12.

Volví al parque.

El mismo banco.

La misma sombra.

Pero había alguien ahí.

Un anciano.

Nunca lo había visto.

Me senté a su lado.

No dijo nada.

Tampoco yo.

Pero después de unos minutos, sacó algo del bolsillo:

Una nota.

Me la ofreció sin mirarme.

La tomé.

Decía:

“Esto no es un sueño.
Esto es la parte de la realidad que siempre evitaste mirar.”

Me giré para preguntarle algo.

Ya no estaba.

No había forma de que hubiera caminado tan rápido.

Y entonces sonreí.

Porque ahora ya no necesitaba explicaciones.

Solo presencia.

Día 11.

Recibí un mensaje.

No un mensaje de texto.

Una nota pegada en mi puerta.

Papel simple.
Tinta azul.
Caligrafía desconocida.

Solo una línea:

“Tu nombre no es Alejandro.
Tu nombre es El que volvió.”

Me quedé un minuto quieto.

Leí la frase una vez más.

Y entendí.

No era un cambio de identidad.

Era un cambio de dirección.

Yo ya no estaba yendo hacia el fin.

Estaba regresando al punto de inicio con nuevos ojos.

Día 10.

Dormí en el suelo.

No por falta de cama.

Por decisión.

Quise estar lo más cerca de la tierra posible.

Para sentir que el cuerpo aún pertenece a algo.

Que el peso, el dolor, la memoria…
siguen siendo materia.

Y soñé.

No con alguien.

Con una sensación.

Era como flotar en un líquido tibio.
Como si el mundo me abrazara desde adentro.

Y al despertar, lo supe:

algo grande se acerca.

No peligro.

No pérdida.

Revelación.

Día 9.

Miré al espejo.

No buscando mi reflejo.

Sino para ver si, esta vez, algo me devolvía la mirada.

Y así fue.

No un doble.

No una sombra.

Sino una versión de mí que sonreía.

No burlona.

No fingida.

Una sonrisa completa.

Como si dijera:
“Te esperé toda la vida.
Gracias por volver.”

Día 8.

Una nueva carta.

Sobre blanco.

Letra manuscrita.

Frase única:

“Te quedan 8.
Y cada uno será un nacimiento.”

La doblé.

La puse sobre el libro.

Y escribí en mi libreta:

“Estoy listo.”




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