No todo lo que termina muere.
Y no todo lo que comienza… empieza desde cero.
Día 7.
Abrí los ojos y supe que algo dentro de mí había cambiado sin permiso.
No fue una epifanía.
No fue una visión.
Fue algo más sencillo.
Un pulso.
Un ritmo interno que ya no me empujaba, sino que me acompañaba.
Me senté en la cama.
Escuché.
No al reloj.
A mí.
Y por primera vez en muchos años, el silencio no me asustó.
Porque entendí que el silencio es la voz del centro.
Caminé hasta la cocina.
El hervidor empezó a sonar.
El agua hirvió.
Pero esta vez no era ruido.
Era música.
Música ordinaria.
Música vital.
Y escribí:
“Hoy no busco.
Hoy reconozco.”
Día 6.
Fui a ver a mi madre.
No habíamos hablado desde la última visita.
Me miró con sus ojos cansados.
Pero esta vez, no me preguntó si estaba bien.
Solo dijo:
—Hoy tienes otra cara.
Sonreí.
Nos sentamos en silencio.
Ella tejía.
Yo la observaba.
Y en un momento, sin girarse, dijo:
—Siempre fuiste tú el que no regresaba.
No por orgullo.
Por miedo a no ser el mismo.
Sentí un nudo en la garganta.
Quise hablar.
Pero ella, sin mirarme aún, dijo:
—No necesitas explicarte.
Solo estar.
Y eso hice.
Estuve.
Presente.
Simple.
Real.
Por dos horas.
Sin celulares.
Sin relojes.
Solo madre e hijo.
Tarde y a tiempo.
A la vez.
Día 5.
Volví a caminar sin destino.
Y en una calle lateral, encontré un niño dibujando con tiza en el suelo.
Lo observé desde lejos.
No por miedo.
Por respeto.
Dibujaba relojes.
Muchos.
Todos con las manecillas rotas.
Me acerqué.
—¿Por qué dibujas relojes que no funcionan? —pregunté.
Él me miró.
Y con una madurez que me desarmó, respondió:
—Porque así nadie se preocupa por la hora.
Solo dibujan.
Me senté junto a él.
Y dibujé uno.
Sin números.
Sin agujas.
Solo un círculo.
El niño lo miró y dijo:
—Ese es el tuyo.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque ya no necesitas contar.
Sonrió.
Y siguió dibujando.
Cuando me levanté, él ya no estaba.
Ni los relojes.
Solo polvo de tiza en forma de eco.
Día 4.
Soñé con una habitación blanca.
Paredes sin sombra.
Sin esquina.
Sin reloj.
En el centro, una silla.
Y sobre ella, un espejo.
No me vi.
Vi a todos los que había sido.
Uno a uno.
Y todos, sin excepción, me dijeron lo mismo:
“Gracias por no rendirte.”
Me desperté en paz.
No eufórico.
No triste.
Solo en paz.
Y escribí:
“Estoy cerca.
Y no me da miedo.”
Día 3.
El libro tenía una sola palabra escrita:
“Escucha.”
Así que no hablé en todo el día.
No leí.
No escribí.
Solo escuché.
Los pasos de los vecinos.
Los pájaros en los cables.
La respiración de la ciudad.
El agua en las cañerías.
Y al final del día, escuché algo que nunca había oído:
mi propia voz… en silencio.
Era como si algo dentro de mí, que siempre había estado gritando, por fin susurrara:
“Gracias por quedarte.”
Día 2.
Fui al hospital.
No a visitar.
A caminar por los pasillos.
A mirar a los vivos luchando.
Vi a un hombre abrazando a su hijo conectado a máquinas.
A una mujer mayor rezando en voz baja frente a una puerta cerrada.
A un enfermero tarareando mientras empujaba una camilla vacía.
Y ahí comprendí algo:
todos están muriendo.
Pero no todos lo saben.
Y aún así… viven.
Viven como pueden.
Con amor.
Con miedo.
Con coraje.
Con torpeza.
Y eso…
es más que suficiente.
Día 1.
Amanecí temprano.
Me vestí de blanco.
No por simbolismo.
Por intuición.
El reloj estaba detenido.
Las manecillas cruzadas, como brazos en descanso.
Tomé el libro.
Ya no había páginas nuevas.
Solo una frase escrita con lo que parecía carbón:
“Hoy naces.
Y el resto… es vida.”
Salí a caminar.
Sin reloj.
Sin carta.
Sin libreta.
Solo con una certeza:
Todo había comenzado.
Y yo estaba dentro.
Por fin.
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superación personal y miedos, reflexiones sobre el sentido de la vida, misterios del alma
Editado: 13.04.2025