No vine a resistir el final.
Vine a entender que algunos finales… no son otra cosa que la forma más precisa de comenzar.
Día 0.
No hubo alarma.
No hubo carta.
No hubo reloj.
Desperté y el sol estaba sobre mi rostro, como si hubiese estado esperando pacientemente que abriera los ojos.
No era un día más.
Tampoco era el último.
Era el día que el primer sobre anunció.
El día que nunca entendí hasta ahora.
Y no tenía miedo.
Me levanté.
Pisé el suelo con cuidado, como si por primera vez comprendiera que ese acto —caminar— también era una forma de agradecer.
Caminé hasta el espejo.
No había reflejo.
Solo luz.
Y en esa luz… me vi como realmente era:
Presente.
No joven.
No viejo.
No culpable.
No ausente.
Solo presente.
Y eso era más que suficiente.
Salí.
Sin bolso.
Sin libro.
Sin cuaderno.
Solo yo.
Pasé frente al café donde nunca entré.
Entré.
Pedí lo de siempre, aunque nunca había estado ahí.
La chica del mostrador me sonrió.
—¿Lo de siempre?
Sonreí de vuelta.
—Sí.
Lo bebí despacio.
No por lentitud.
Por conciencia.
Sabía cómo sabía.
Sabía cómo olía.
Sabía cómo se sentía.
Era la primera vez que bebía un café… estando ahí de verdad.
Después caminé por calles que conocía de memoria, pero que ahora parecían nuevas.
Porque ahora, por fin, las miraba.
Vi los árboles.
Las grietas del pavimento.
El gato que siempre dormía en la ventana de la casa azul.
Y pensé:
esto es todo.
Esto es la vida.
No un evento.
No un clímax.
Una acumulación de cosas pequeñas que ahora sé ver.
Fui a la estación de trenes.
No para viajar.
Para observar.
Ver gente irse y llegar era como leer una novela sin palabras.
Me senté en un banco.
Un niño se me acercó.
—¿Está esperando a alguien?
Lo miré.
—Sí —respondí—. A mí mismo.
No entendió.
Pero sonrió.
Y se sentó a mi lado sin preguntar más.
Caminé hasta la cima del cerro Santa Lucía.
Lento.
Cada paso con peso.
No por cansancio.
Por valor.
Al llegar arriba, miré la ciudad.
Y me dije:
No necesito más.
No necesito menos.
Estoy completo.
Esa noche volví al departamento.
Encendí una vela.
Apagué todo lo demás.
El silencio me abrazó.
No era ausencia.
Era hogar.
Me senté en el suelo.
Y sin esfuerzo, me dormí.
Día ∞
No hay fecha.
No hay número.
No hay urgencia.
Desperté en la misma cama, pero era otra.
Porque yo era otro.
Y el reloj…
el que siempre marcó 3:17…
ya no estaba.
En su lugar, una nota:
“Ya no necesitas recordarte que estás vivo.
Ahora… simplemente estás.”
Salí al balcón.
Cerré los ojos.
Respiré hondo.
Y el mundo… no cambió.
Yo sí.
Y eso bastaba.
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superación personal y miedos, reflexiones sobre el sentido de la vida, misterios del alma
Editado: 13.04.2025