Donde muere la marea

Capítulo 6

Tablas en la arena

Hadley

—¿Y no estás emocionado por tu cumpleaños dieciocho? —preguntó su madre, dirigiéndose a Henry con una sonrisa cargada de emoción.

Hadley clavó el cuchillo en la mermelada con más fuerza de la necesaria.

Nuestro cumpleaños. Ambos cumplimos dieciocho.

Henry, se encogió de hombros mientras daba un mordisco a su sándwich, sin mucho interés en el tema.

—Mi niño ya va a ser todo un adulto —suspiró su madre con una sonrisa nostálgica.

Henry y Hadley hicieron una mueca al mismo tiempo.

—Mamá, es el viernes que viene. Cálmate —murmuró Henry.

—Tonterías, una madre puede estar feliz por el cumpleaños de su hijo.

Y de tu hija…

No es que le importara, o al menos eso intentaba repetirse.

Dio un mordisco a su sándwich, aún de pie junto a la isla de la cocina, sin molestarse en ir al comedor donde Henry y su madre estaban sentados. Era un hábito que había adoptado desde hacía tiempo. Permanecer un poco al margen.

Nadie mencionó su nombre. Nadie le preguntó si estaba emocionada.

Pero lo cierto era que Hadley ni siquiera sabía qué sentir al respecto.

La cocina quedó en silencio por un momento después de que su madre dejó los billetes sobre la mesa.

—Toma. —Puso dos billetes de veinte dólares frente a Henry.

Él los miró con curiosidad.

—¿Para qué es esto?

—Para tu cumpleaños, claro. Es para que invites a tus amigos a comer o lo que sea que hagan los adolescentes ahora.

Hadley no dijo nada, solo bajó la vista a su plato. Henry, sin embargo, frunció el ceño.

—No es solo mi cumpleaños, mamá. Es nuestro cumpleaños.

Su madre hizo una mueca tensa y dirigió una mirada rápida hacia Hadley antes de responder:

—Son tus amigos, mi niño.

—Nuestros amigos.

Hadley no se inmutó. Ya sabía cómo terminaban esas conversaciones.

—Pero Hadley estará castigada ese día.

El comentario fue lanzado con total normalidad, como si no fuera una absoluta injusticia.

Hadley casi se atragantó con su bocado.

—¿Qué?! —exclamó, dejando caer su sándwich en el plato—. ¿Y por qué?

—No alces la voz, Hadley. Sabes que es de mala educación.

Hadley apretó los dientes, sintiendo la rabia hervir en su interior.

—Bien —respondió con voz tensa—. ¿Por qué?

—Porque yo lo digo.

La mandíbula de Hadley se tensó.

—Eso no es una excusa.

Su madre se cruzó de brazos y la miró con frialdad.

—Y yo soy tu madre, puedo hacer lo que quiera.

Hadley sintió que la ira subía como una ola. Sin decir nada más, dejó el sándwich a medio comer y se levantó bruscamente de la silla.

—Esto es ridículo —murmuró antes de salir de la cocina.

Al pasar junto a Henry, ni siquiera lo miró.

—Te espero afuera.

El aire cálido de la mañana se sentía denso cuando Hadley se dejó caer en los escalones del pórtico, apoyando los codos en las rodillas y fijando la mirada en la calle. El resentimiento aún le ardía en el pecho, pero se obligó a respirar hondo.

Henry apareció detrás de ella poco después, metiendo las manos en los bolsillos de su pantalón.

—No la escuches.

Hadley soltó una risa seca.

—Me da igual.

—Es nuestro cumpleaños. Lo celebraremos juntos.

—Ya la escuchaste. Estoy castigada. Y, otra vez, me da igual.

Antes de que Henry pudiera decir algo más, una bocina resonó con fuerza, pero no era un sonido cualquiera: era una melodía estridente y alegre que venía desde la bocina de un auto.

Los mellizos levantaron la vista al mismo tiempo. Una furgoneta colorida con mandalas pintadas y arcoíris vibrantes estaba estacionada frente a su casa. En el asiento del conductor, Ivanna se asomó por la ventana, sentándose sobre la puerta, con una sonrisa de oreja a oreja.

—¡Legalmente puedo conducir y comprar alcohol!

Hadley entrecerró los ojos, confundida y divertida a la vez, mientras se ponía de pie.

—¿Y esto?

Delia, en el asiento del copiloto, tenía una sonrisa burlona en los labios.

La puerta corrediza de la furgoneta se deslizó con un sonido metálico, revelando el interior. Solo había dos asientos ocupados por Kilian y Merliah, mientras que en el suelo, estaban Ciro, Iker y Helena. En el techo estaban amarradas todas las tablas de los chicos.

—Regalo de mi tío —anunció Ivanna con orgullo, golpeando el techo—. ¿No es increíble?




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