En aguas profundas
Hadley
—Si no estoy contigo para defenderte, corre. Corre lo más rápido que puedas.
Solían parecerle palabras exageradas de parte de Eleanor, casi de película, pero ahora resonaban con fuerza dentro de su cabeza mientras el miedo le oprimía el pecho.
Cruzó el pasillo tranquila después de salir del baño, repasando mentalmente que aún faltaban unos minutos para volver a clase. Todo parecía normal… hasta que no lo fue.
Una mano agarró su cadera con fuerza. Otra cubrió su boca antes de que siquiera pudiera emitir un sonido. El pánico la paralizó al principio. Sintió su cuerpo arrastrado, sus pies apenas rozando el suelo, y por más que intentaba gritar, la mano lo impedía. El corazón le golpeaba el pecho tan fuerte que le costaba respirar.
La empujaron con violencia contra los casilleros de los vestidores masculinos. El golpe le sacó el aire de los pulmones. Allí estaba el maldito pez payaso, mirándola con esa sonrisa repugnante, los ojos encendidos con una intención que le revolvió el estómago.
No escuchaba nada. Todo a su alrededor parecía un zumbido lejano, como si estuviera encerrada dentro de su propio pánico. Apenas y podía respirar, y sentía cómo su cuerpo temblaba descontroladamente.
Una mano empezó a deslizarse por su muslo, justo cuando por fin había reunido el valor suficiente para usar shorts después de semanas escondiéndose bajo jeans. Y ahora esto. La vergüenza, el asco y el terror se arremolinaron dentro de ella. Las lágrimas se acumularon sin permiso, y la presión de esa mano asquerosa sobre su boca no le dejaba ni sollozar.
Pensó que era el fin.
Pero entonces, como si Eleonor estuviera allí mismo, su voz retumbó clara y precisa dentro de su cabeza:
—Una patada en las bolas y corre.
No lo pensó. Solo actuó.
Con todas sus fuerzas, levantó la rodilla y lanzó un golpe certero entre las piernas. El pez payaso gimió, soltándola de inmediato mientras se doblaba sobre sí mismo, maldiciéndola.
Hadley tropezó al intentar alejarse, su respiración agitada y desbordada. Sus pies casi no le respondían, pero se obligó a correr, a escapar como fuera. Iba a lograrlo. Tenía que lograrlo.
Y justo cuando salía del vestidor, lo vio.
Henry. Parado al lado de la puerta.
Observando.
Vigilando.
No dijo nada. No intentó ayudarla. Solo estaba allí. Viéndola.
La bilis le subió por la garganta al comprenderlo.
¿Desde cuándo? ¿Por qué? ¿Cómo pudo?
—¿Qué carajos…? —musitó Henry, como si lo que veía no tuviera sentido para él.
Hadley no respondió. Solo corrió. Corrió como nunca antes en su vida, con las lágrimas empañando su visión y el corazón a punto de estallar.
—¡Síguela, maldita sea! —gritó el pez payaso desde atrás.
Y entonces los dos fueron tras ella.
Las piernas de Hadley ardían, los pulmones le quemaban y cada latido en su pecho era un grito de desesperación. Solo pensaba en salir, en encontrar a alguien, en no dejarse atrapar.
“Corre”, se repetía. “Corre, corre, corre”.
Porque esta vez no había nadie para defenderla.
Solo le quedaba salvarse a sí misma.
Hadley despertó de golpe, jadeando como si hubiera estado corriendo durante horas. Sintió el pecho apretado, la boca seca y el estómago revuelto. Por un segundo creyó que iba a vomitar, pero logró contenerse. Se quedó ahí, sentada en la cama, respirando agitadamente mientras trataba de ubicarse. No era solo una pesadilla. Era el recuerdo, tan nítido que casi podía sentir de nuevo esas manos sucias aferrándose a su piel.
Pasó una mano por su frente empapada de sudor y miró el reloj. Las cuatro y media. Perfecto. Ni siquiera valía la pena intentar volver a dormir.
Giró con cuidado, asegurándose de no despertar a Merliah, que dormía profundamente a su lado, abrazada a su cintura. No había querido regresar a su casa después de todo lo que pasó, y las madres de Merliah parecían más que dispuestas a dejarla quedarse el tiempo que necesitara.
Salió de la cama y sin hacer ruido, bajó las escaleras y caminó por el pasillo rumbo a la cocina, con la esperanza de que un vaso de agua le ayudará a calmar el corazón, que aún latía desbocado como si todavía estuviera corriendo por esos pasillos.
Al llegar, notó que la puerta del refrigerador estaba abierta. Y antes de que pudiera reaccionar, se cerró de golpe.
Hadley pegó un salto, soltando un pequeño grito ahogado.
—¡Mierda! —susurró, llevándose una mano al pecho.
—Hadley, lo siento —dijo Jane, cerrando la puerta del refrigerador con una sonrisa cansada, sosteniendo una jarra de agua en las manos—. ¿Te asusté?