Donde muere la marea

Capítulo 20

Mar abierto, corazones cerrados

Hadley

Custodia completa.”

“Tú y Henry vendrán a Nueva York conmigo.”

“Tú estás enferma.”

“No estás bien.”

“Podrás surfear en Queens.”

“Todas tus confusiones se aclaran conmigo. Con nosotros.”

Mentiras dichas con voz firme, como si fueran salvación. Como si él supiera lo que era mejor para ella. Como si no la estuviera arrancando del único lugar donde había comenzado a sanar.

Se sentía como si hubiera un vidrio entre ella y sus amigos, uno grueso e impenetrable. Los veía sonreír, moverse, hablar… pero todo le llegaba apagado, lejano. Estaba sentada en medio del grupo, pero ya no se sentía parte de él. Porque en su cabeza, todo lo que escuchaba eran despedidas.

Eleanor la miraba como si pudiera leerle el alma, como si supiera que algo estaba quebrado dentro de ella. Merliah le preguntó con la voz más suave que tenía si estaba bien, y Hadley apenas respondió un “de maravilla”, seco y falso, automático, sin alma.

Su mente trabajaba frenéticamente, inventando escenarios, frases, formas suaves de decirle a Merliah que se iba. Que no iban a tener esa casa en la playa. Que no iba a haber hijos ni un gato llamado Plutón. Que no habría mañanas juntas con el sol en la cara. Que la iba a abandonar.

Y entonces llegó él.

El timbre sonó como una sentencia. Las madres de Merliah fueron a abrir, y el aire cambió en la casa antes de que nadie supiera por qué.

Y ahí estaba: su padre. Alto, serio, con su expresión fría y su postura de mando. Jane e Isla lo enfrentaron de inmediato, intentando razonar, pedir calma, pedir respeto. Pero no importó.

Él había venido a buscarla. Y no estaba dispuesto a irse sin ella.

Todo pasó demasiado rápido. Había forcejeado, gritado, suplicado. Las voces se mezclaban con su respiración desordenada y con el rugido del mar que ya no sonaba reconfortante, sino lejano, distante. Su padre la arrastró calle abajo mientras los demás los seguían.

Cuando llegaron al auto, su padre la soltó por fin. Hadley sintió que las piernas le fallaban, pero se mantuvo de pie.

—Te dejaré para que te despidas —le dijo él.

Hadley lo miró con los ojos deshechos.

—No quiero ir. No quiero estar con Henry. No quiero ir a Queens. Quiero quedarme aquí, en Puerto Viejo. Por favor… por favor, papá.

Las lágrimas le caían sin pudor, con la desesperación de alguien que estaba perdiendo todo lo que amaba de golpe.

—¿Con quién te vas a quedar, Hadley? —replicó él, sin compasión—. Soy tu padre. Tu madre se fue al norte con su nuevo novio. No tienes dinero. No tienes independencia. ¿Esas mujeres te darán techo toda la vida?

—Podemos hablarlo… puedo trabajar, puedo…

—Basta de vivir así. Como si fueras una callejera. Montando olas como si eso fuera un plan de vida. Tienes que crecer. Tienes que madurar. Te dejaré para que te despidas —repitió, señalando detrás de ella.

Hadley se dio la vuelta.

Estaban todos allí. De pie, mirando. Sin saber qué hacer. Eleanor tenía las manos entrelazadas, apretándolas con ansiedad. Detrás, Merliah. Y en su rostro no había sorpresa, ni rabia, ni siquiera tristeza. Era algo peor. Era la mirada de alguien que acaba de presenciar una pérdida. Como si ya la hubiera perdido.

Y Hadley sintió, en lo más profundo de su pecho, que quizá esa era la peor parte de todo.

Hadley no podía moverse. Era como si el viento le hubiera arrancado las piernas. Solo los ojos le respondían, saltando de Eleanor a Merliah, de Merliah a sus amigos, como si pudiera grabarse esa escena para siempre, como si eso fuera todo lo que tendría.

Hadley sintió cómo el mundo se achicaba alrededor de ese abrazo. Eleanor la apretaba con fuerza, con desesperación, como si pudiera sostenerla allí solo con el cuerpo, con el amor, con el peso invisible de una amistad que había sobrevivido a tormentas y silencios, y aún así seguía en pie.

—No quiero irme, Eleanor. No quiero —repitió Hadley, la voz rota, como si cada palabra fuera una astilla en la garganta.

—Lo sé, terroncito de azúcar, lo sé —respondió Eleanor, con la voz hecha pedazos en ese apodo que siempre usaba para romper la tensión. Pero esta vez no funcionaba. Esta vez dolía. —Sé que parece que no nos caemos bien… porque peleamos como…

—Como aceite y agua —terminó Hadley, con lágrimas deslizándose por sus mejillas.

Eleanor rió, aunque le temblaban los labios.

—Pero en realidad somos como mantequilla de maní y jalea. No tiene sentido una sin la otra.

La abrazó más fuerte.

—Esto es injusto, tan injusto. Eres mi mejor amiga, Hadley. Una hermana para mí. No quiero tenerte lejos. No quiero que te vayas. No otra vez.

—Yo tampoco…

Hadley apenas pudo decirlo. Su cuerpo seguía temblando, el corazón en la garganta, queriendo gritar que se quedaba, que huía, que se escondía en el faro, que se metía al mar y no salía nunca más. Pero no podía. No esta vez.




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